Familias diferentes, familias amadas
En no pocas ocasiones, al hablar de la familia, resultamos insensibles y hasta ofensivos. Partimos, generalmente, de un presupuesto no del todo sustentado: que hay un modelo ideal de la familia. Esta, aseguramos, es aquella que está formada por papá, mamá y los hijos. Ante la aparición de modelos alternativos de familia, diversos sectores sociales, especialmente los religiosos, han asumido la tarea de demostrar, convencer y hasta imponer que familia es: el núcleo social fundamental inscrita en la naturaleza humana, cimentada en la unión voluntaria del hombre y de la mujer por el acuerdo vitalicio del matrimonio.
En México, la diversidad de modelos familiares está representada por las siguientes cifras: el 25.8% padres e hijos pequeños, el 14.6% padres con hijos adolescentes y jóvenes, el 9.6% padres, hijos y otros parientes, el 16.8% mamá soltera con hijos, el 6.2% adultos sin hijos, el 11.1% unipersonal, el 4.7% pareja sin hijos, el 4.1% roomies, el 3.8% familias reconstituidas, el .6% parejas del mismo sexo y el 2.7% papás solteros con hijos. Así, en nuestro país, más del 50% de las familias serían no familia.
Serían no familia. Esta es una declaración compleja, dolorosa e injusta. No solo describe una realidad sociológica que afecta a millones de personas en nuestro país. Especialmente cuando se trata de hogares con jefatura femenina, esto implica situaciones de pobreza, menores oportunidades educativas para los hijos, mayores riesgos de accidentes y/o abusos a los hijos que permanecen solos en los hogares, marginación y discriminación social, etc.
La pretensión de que quienes no pertenecen a un núcleo en el que conviven padre, madre e hijos, no son, cuando menos, una familia normal, conlleva una serie de conflictos de identidad, autoestima y capacidad relacional para sus integrantes. Aquellas a las que calificamos como familias no normales, como no familias, sufren del rechazo, la marginación y el menosprecio social y, lamentablemente, de sectores cristianos particularmente.
En efecto, quienes enfrentan la tragedia de la desintegración familiar, provocada por cualquiera de los muchos factores conocidos: muerte de alguno de, o de ambos, los padres; separación o divorcio, embarazos (deseados o no), en condiciones de soltería, etc., también aprenden a llevar el peso del estigma, de la vergüenza que llega hasta el extremo de hacerles sentir culpables, o cuando menos indignos, ante el resto de la sociedad. No solo tienen que enfrentar el precio de las pérdidas familiares, sino a ello sumar el dolor de no ser considerados normales.
Dado que en la mayoría de los casos los hogares monoparentales, el progenitor ausente es el padre, toca en estos a las mujeres la tarea de formar a los hijos. La mayoría de las jefas de familia son viudas (39.3%), más de la tercera parte son separadas y divorciadas (34.7%), 16% son solteras y el 10% restante son mujeres casadas o unidas. Quizá ello explique, entre otras cosas, que, en México, casi cada tres embarazos sean de madres adolescentes. Muchas de ellas solteras y otras participantes de relaciones inmaduras y, a la postre, codependientes, en su mayoría.
Al interior de la comunidad cristiano-evangélica, las cosas no parecen ser diferentes. Basta con observar la composición familiar de las distintas congregaciones. La tercera parte de la membresía está conformada por mujeres. Un número significativo de las cuales es jefa de familia, ante la ausencia –activa y/o pasiva-, del esposo. Sin embargo, el acercamiento que las iglesias hacen a la cuestión familiar parece ignorar tal realidad.
Con frecuencia se organizan eventos para la familia. Se invita a actividades de parejas: desayunos, cenas, retiros, etc. Se predica sobre el cómo debe funcionar la familia cristiana. Se presume, con sincero pero desinformado optimismo, aunque la realidad se encarga frecuentemente de desmentir tales aseveraciones, que las familias cristianas son más sanas, más estables y apegadas a los ideales bíblicos que las no cristianas.
También quienes forman parte de la familia cristiana y, al mismo tiempo, integran familias atípicas, tienen que añadir a su pérdida, el temor, la vergüenza y aún la culpa. Sí, desafortunadamente, ante lo que podemos llamar ciertas exigencias culturales de fe, la persona que ha orado, que ha desgarrado el alma ante el altar pidiendo la reconciliación de los padres, la vuelta del marido ausente, la paz familiar, sin lograrlo, fácilmente llega a la conclusión de que la falta de respuesta se debe a su poca fe o, quizá, a algún pecado o falta que no alcanzan a identificar y/o comprender.
La pérdida y/o ausencia de alguno de los padres, con la correspondiente pertenencia a una no familia, es fuente de muchas tragedias, dolores y vacíos existenciales. Formar parte de una familia no aceptada, criticada y menospreciada es fuente de un dolor inconmensurable en el aquí y ahora y en el porvenir de sus miembros. Poco se puede hacer, ciertamente, para paliar el dolor, la melancolía de lo que no fue, la soledad acumulada y la ira ante la vida, que enfrentan quienes han pasado por tan especial experiencia. Poco, pero sí hay algo que se puede hacer.
Lo primero, tomar conciencia de que no hay tal como un modelo de familia único y exclusivamente válido. No lo ha habido a lo largo de la historia de la Humanidad. Las diferentes culturas desarrollan diferentes modelos familiares. Es más, los modelos familiares se van transformando conforme la cultura va cambiando. Lo que fue no es y lo que es, no necesariamente habrá de ser. Pensemos en algo tan sencillo como el número de integrantes que hacen a la familia. Hoy, en México, el promedio es de casi tres hijos por familia, más bien tirándole a dos. Dentro de no pocos años, se nos dice, el número de hijos por familia se reducirá a uno. Mi bisabuelo paterno tuvo 41 hijos, su tercera esposa fue madre de 17 y crio a 14 de las dos primeras mujeres. ¿Cuál es el número ideal de hijos?
Más importante para nosotros es saber que la Biblia no establece un modelo, una forma de ser familia, como la ideal o como el patrón al cual debemos ceñirnos. A lo largo de la historia bíblica encontramos como corren de manera paralela diversas formas de organización familiar, todas ellas legítimas… en su tiempo y circunstancias. El relato de Adán y Eva no tiene como propósito establecer un patrón familiar. Destaca, primero, que Dios es el creador de la vida y de la Humanidad.
Además, refleja el pensamiento sacerdotal judío acerca de la relación entre el hombre y la mujer. Pero sería un trabajo de eixégesis (agregar al texto), y no de exégesis (extraer del texto), el suponer que, en Adán, Eva, Caín y Abel, tenemos un modelo de familia. Si tal fuera el modelo familiar a seguir, vano sería ante las circunstancias y consecuencias de su historia. Abraham, Sara, Isaac, Agar, Ismael, ¿los recuerdan?, eran familia. ¿Modelo a seguir? ¿Qué decir de David, de Salomón y de muchas otras familias bíblicas?
Ni siquiera Pablo establece el modelo familiar propio de su tiempo, como el modelo familiar a seguir. Si así fuera, no sería familia aquella que no incluyera a los siervos -esclavos-, dentro de su estructura y modelo de relación. De hecho, en la Roma clásica, la etimología del término familia fue inicialmente referido a los sirvientes y, en sus inicios raramente incluía a los padres e hijos.
Ante este hecho complejo e importante, la presencia de tantos modelos alternativos de familia representa un reto para nosotros como cristianos. Desafortunadamente crece el número e influencia de quienes, a nombre de Cristo, juzgan y condenan a maldición a quienes no cumplen con los estándares de su concepto de familia. A los y las solteras se les presiona para que se casen. A las mujeres separadas, por abandono o maltrato, se les presiona para que recuperen a su marido. A las parejas sin hijos se les presiona para que los tengan. A las familias monoparentales no se les reconoce como familias. Y, ¡no se diga de las parejas y familias compuestas por personas del mismo sexo! A estas hasta se les acusa de ser responsables de la descomposición de la sociedad toda.
Ciertamente, los cristianos somos llamados a ser fieles a los principios bíblicos en todas las esferas de la vida. No podemos ignorar, ni el llamado a santidad que se nos hace a los creyentes, ni al pecado que procura parecer agradable a Dios. Somos llamados a practicar justicia y a anunciar arrepentimiento y conversión a nuestro Dios. Esto es cierto, es nuestro privilegio y nuestra cruz. No merecemos servir a Cristo y hacerlo nos lleva a confrontar aún a los que más amamos cuando su vida no honra a nuestro Señor.
Pero, no podemos hacer nada de lo que hemos sido llamados a hacer si no lo hacemos en el amor de Cristo. Compartir este amor es el primer paso de nuestro anuncio y convocatoria. Ante la polarización que vive nuestra sociedad, en tantas esferas y por tantos pretextos, se impone nuestro llamado a ser embajadores de Cristo y ministros de la reconciliación. Aquí debo insistir en que somos llamados a amar incondicionalmente a quienes forman familias diferentes a las nuestras. Tanto a quienes lo hacen porque la vida los ha llevado a ello, como a quienes han decidido ser familias diferentes.
Primero, somos llamados a amar a quienes están en Cristo aun cuando formen parte de familias diferentes debido a su composición. Porque lo más importante es el hecho de que, en Cristo, somos familia de Dios. Dios es nuestro origen último, nuestro Padre, nuestro vínculo con la vida y con nuestros semejantes. Él es la fuente de nuestra identidad y, por lo tanto, de nuestra dignidad. Dios que ha provisto todo, también suple lo que hemos perdido o lo que la vida nos ha negado. Lo que no podemos encontrar en nuestros padres, en nuestra familia consanguínea, lo tenemos en Dios. Amor, respeto, sentido de pertenencia, compañía, aprecio, etc., todo ello es posible y está en Dios.
También somos llamados a amar a quienes son diferentes y no están en Cristo. Aún a quienes construyen vínculos familiares violentando los principios morales y de santidad que somos llamados a honrar para gloria de Dios. Amar, comprender, acompañar no significa estar de acuerdo con lo que no honra a Dios. Amar es dar testimonio del amor de Dios en nuestras vidas y cómo su gracia inmerecida nos capacita y anima a amar a quienes son y hacen de manera diferente a lo que se nos ha revelado como lo bueno en la Palabra de Dios.
Como Dios lo ha hecho en Cristo, somos llamados a caminar al lado de quienes viven ajenos a la voluntad del Señor. Somos llamados a dar testimonio de amor a nuestros hermanos en la fe, aún en la complejidad de sus y nuestras vidas; así como somos llamados a dar testimonio de amor a quienes no comparten nuestra fe, pero son amados por el mismo Dios y de la misma manera que lo somos nosotros.
Estoy seguro de que en la práctica del amor es que encontraremos los marcos de referencia en los que podremos compartir a Cristo con quienes son familia de manera diferente a la nuestra. Y, también estoy seguro de que será tal compartir el amor en la comprensión, el respeto, la caridad, el acompañamiento y el cultivo de la dignidad propia y del otro, el espacio que nos permita compartir a Cristo, su mensaje y su llamado a conversión.
A esto los animo, a estoy los convoco.
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