Si la sal pierde su sabor

Mateo 5.13; Marcos 6.34

Hoy quiero dirigirme particularmente y en primer lugar a quienes formamos iCASADEPAN. Desde luego, pienso que lo aquí propuesto resulta de interés para los cristianos en general. Sé que mi reflexión incomodará y, quizá, hasta provoque que algunos se sientan ofendidos. Lo siento, pero sigo creyendo que la propuesta es válida. Por ello, animo a quienes escuchan esta reflexión a que con humildad abran su corazón y su mente, estando dispuestas, dispuestos, a discernir lo que el Espíritu nos está diciendo en esta circunstancia.

Un estudio reciente, realizado en diversos países entre quince mil jóvenes de 18 a 35 años, muestra que sólo la tercera parte de ellos sienten que son importantes para quienes les rodean. 20% de quienes asisten a alguna iglesia piensan lo mismo respecto de sus hermanos en la fe. Otro estudio paralelo revela que más del cuarenta por ciento de los congregantes de las diversas iglesias confiesan sentirse solos la mayor parte del tiempo. En esto, prácticamente, no hay una diferencia sensible respecto de quienes no pertenecen a la comunidad cristiana.

Al leer tales informes mi corazón se conmueve y me lleva a la reflexión de nuestro Señor Jesús: [y] si la sal pierde su sabor. Es decir, y si la presencia de los míos en el mundo deja de tener importancia, si su testimonio se diluye sin afectar positivamente a quienes los rodean. Preocupación importante y dolorosa porque, advierte Jesús, cuando la sal pierde su sabor ya no puede ser salada nuevamente. Es decir, si la Iglesia deja de ser relevante en medio de la sociedad, corre el riesgo de no recuperar su capacidad para dar testimonio de santidad, ni podrá evitar la corrupción de los hombres ni podrá dar sabor -gozo y esperanza- a la vida.

Desafortunadamente, la incapacidad de la Iglesia para acompañar y consolar a quienes se sienten solos, especialmente en estos tiempos de pandemia, no es el único espacio en el que se hace evidente la falta de relevancia de los cristianos entre las personas, las familias y la sociedad entera. Si una característica de la sal es su capacidad contrastante, resulta lamentable que la Iglesia, sal del mundo, cada día se parece más, en su falta de santidad, su deterioro individual y familiar, y su pérdida de gozo y esperanza, a quienes no conocen a Jesucristo como su Señor y dador de vida.

Es frecuente que se explique tal falta de influencia positiva de la Iglesia en la sociedad a la que es llamada a servir, diciendo que la Iglesia se ha encerrado en sus cuatro paredes. Haciendo referencia así a que los cristianos han hecho de la celebración de sus cultos -dominicales, principalmente, y las actividades en los templos, la razón de su experiencia religiosa y el espacio de su servicio. Pero, permíteme proponerte que en realidad la Iglesia sí se ha encerrado, pero que, para la mayoría nuestras cuatro paredes, somos nosotros mismos. Hemos hecho de la fe una cuestión individualista en la que los otros no son relevantes, dado que sólo tenemos espacio para nosotros mismos.

Este egoísmo existencial se hace evidente en el mosaico de nuestras relaciones. Muchas esposas y muchos esposos están tan ocupados en ser ellos mismos que se olvidan del ser nosotros que hace al matrimonio. No pocos padres hacen de sus hijos una extensión de sí mismos y no los forman ni se relacionan con ellos fortaleciendo su madurez, sino haciéndolos cada vez más parte de lo que los padres son y quieren ser. Algo parecido sucede con los hijos, con los hermanos. Y, desde luego, tal principio egoísta regula las relaciones sociales. Los otros son ellos y poco tengo que ver y hacer con ellos, como no sea defender y luchar por mis derechos. Porque los derechos son el elemento que determina el cómo de nuestras relaciones sociales. Los propios, desde luego. Porque en tratándose del derecho del otro, que él se ocupe de defenderlo, siempre y cuando no afecte los míos propios.

El egoísmo, el cultivo de la individualidad no es sólo una cuestión que afecta a la sociedad secular. Al igual que pasa con la sal, cuando la Iglesia pierde el principio comunitario de su identidad pierde sus cualidades esenciales. La sal tiene un triple función en la vida cotidiana: Simboliza la pureza, preserva de la corrupción, y da sabor. El egoísmo de los cristianos -el ocuparse primordialmente de uno mismo en perjuicio de los demás- los incapacita. No se puede ser santo en la individualidad, a solas. No se puede contribuir en el ataque a la corrupción individual, familiar y social, individualmente. Y, desde luego, no puede compartir el gozo de la vida en el Espíritu quien se encierra en sí mismo.

Samara nos ha compartido el pasaje de Marcos que nos revela cómo es que Jesús conservaba su sabor, su condición de sal, en su relación con las personas que le rodeaban. El contexto del pasaje nos muestra a un Jesús dispuesto a renunciar a su propio bienestar, interrumpió su tiempo de descanso para ir al encuentro de los que lo seguían. Marcos dice que cuando Jesús vio a la gran multitud, tuvo compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor. Literalmente Marcos dice que a Jesús se le sacudieron las entrañas al ver a la multitud. Ver a la multitud lo emocionó tanto, le provocó tal desazón, que su cuerpo se sacudió y le provocó una gran incomodidad.

El egoísmo nos lleva a la insensibilidad. Alguien dijo que la evidencia de nuestra insensibilidad está en el hecho de que podemos estar viendo noticieros que presentan masacres, tragedias, desastres, etc., al mismo tiempo que comemos con deleite nuestros alimentos. Es decir, a mayor egoísmo, menor importancia prestamos a la tragedia evidente que viven quienes no han sido salvos por Jesucristo. El dolor sólo nos duele cuando es el propio, cuando es nuestro dolor. No así Jesucristo, el tuvo compasión, se hizo a sí mismo vulnerable ante la condición trágica de la multitud que lo rodeaba.

Tal mi propuesta. Dado que debemos asumir, aceptar, que estamos siendo irrelevantes al deterioro integral de nuestra sociedad. Dado que como personas y familias cada vez más nos parecemos, más y más, a quienes no tienen a Cristo, somos llamados al cultivo de la compasión como el elemento fundamental que nos capacita para conservar nuestros atributos como sal de la tierra.

Marcos dice que Jesús se conmovió porque vio a la multitud como ovejas que no tienen pastor. Es decir, Jesús prestó atención a las causas de la condición de quienes formaban la multitud: estaban confundidos, estaban hambrientos y sedientos, estaban indefensos ante los ataques del enemigo. Una de las cosas que alimentan nuestra insensibilidad ante la condición de quienes nos rodean es la facilidad con la que juzgamos a las personas. Nos ocupamos de destacar y atacar antes que de comprender y de solidarizarnos con ellos.

Nos hemos convertido en críticos insensibles y perseguidores de quienes son como ovejas sin pastor. Eso explica el odio cristiano contra las que abortan, contra los que tienen preferencias sexuales ajenas a la enseñanza bíblica, contra los que hacen de las adicciones su respuesta a sus vacíos, contra los que eligen modelos de relación de pareja diferentes, etc. Desde luego, el odio cristiano siempre es selectivo. Porque si son los nuestros los que viven así, los justificamos. Si son poderosos los que mienten, los toleramos. Sin son ricos los que hacen de la inmoralidad su forma de vida, los admiramos. El odio cristiano, disfrazado de piedad y pureza personal, solo revela el egoísmo y la insensibilidad de quienes no son sino ovejas sin pastor: confundidos, necesitados y en peligro.

Alguien me dirá que sí, que los cristianos sí aman a los perdidos y que hasta oran por ellos. Pero, Marcos registra una tercera cuestión en la manera de Jesús al acercarse a la multitud. Primero, renunció a sí mismo, a su merecido descanso. Después vio a la multitud con compasión. Además, Marcos relata que Jesús se mezcla entre la multitud. Propongo a ustedes que la sensibilidad se adquiere, se recupera, al estar rodeados y cercados por la multitud. No será sensible quien mantiene la sana distancia respecto de la multitud. Sólo quien participa de la dinámica, se mezcla entre los que no conocen a Dios puede adquirir la sensibilidad para comprender sus circunstancias y, por lo tanto, las causas que los han llevado a la rebeldía que los separa del Señor.

William Barclay propone que el ritmo de la vida cristiana es el encuentro alternativo con Dios en el lugar secreto y con nuestros semejantes en los diversos campos de la actividad humana. Sin embargo, me temo que los cristianos hemos hecho un mito y un ídolo de eso que llamamos estar en la presencia de Dios. Con tal pretensión justificamos el no revolvernos con el mundo, el mantenernos apartados de quienes están en pecado. Pero, mientras más lejos de ellos, menos capaces para compartir a Cristo somos. Necesitamos participar de sus circunstancias para poder comprender qué, cómo, cuándo y dónde compartir a Cristo con ellos.

La compasión resulta de la cercanía. Según Pedro, a Jesús la multitud lo apretujaba, es decir, lo apretaba como aprieta la multitud en la Estación Pantitlán del Metro cada mañana. Sólo quien siente al otro puede comprenderlo y, entonces, conmoverse por lo que el otro está viviendo. Desde luego, tal cercanía demanda de nuestra disposición para acercarnos, participar de su realidad y experimentar lo que viven aquellos que no conocen a Cristo.

La comunidad cristiana se distingue por ser prejuiciosa. Nos acercamos al otro a partir de nuestros prejuicios y no de la conciencia clara de sus circunstancias y de la razón de las mismas. Paradójicamente, no sólo condenamos así a quienes no conocen al Señor a la soledad del pecado (En el pecado no hay solidaridad), también nosotros nos quedamos solos. Mientras más nos encerramos en nosotros mismos, más solos nos quedamos. Por ello somos llamados a correr el riesgo de estar en el mundo, como Jesús deseaba. Es decir, somos llamados a estar lado a lado con aquellos que provocan que las entrañas de nuestro Señor se estremezcan. Sólo así podremos ser testigos de Cristo y vasos comunicantes de su amor y compasión a los perdidos.

iCASADEPAN enfrenta el reto de ser una iglesia fiel o de seguir ocupándose de cuestiones secundarias a las que damos consideramos las principales. En el Reino de Dios nosotros no somos los más importantes. El Reino de Dios no se agota en nosotros. Dios es el Señor, nuestro Señor, y nosotros somos llamados a su servicio. Somos llamados a servirle sirviendo al otro, ocupándonos de la salvación del otro con el mismo interés que nos ocupamos de la propia.

A esto los animo, a esto los convoco.

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