La frustración de la esperanza

Romanos 8.37ss

Diversos estudios muestran que una de las razones más importante por las que muchas personas se alejan de Dios y de la iglesia es su decepción por las tragedias, personales o de otros, en las que Dios parece estar ausente. ¿Dónde estaba Dios cuando me violaron? ¿Dónde estaba Dios durante el terremoto de Haití? ¿Dónde está Dios cuando los niños de la calle lo necesitan? Son apenas algunas de miles, sí de miles de preguntas que muchos han levantado a lo largo de los siglos ante la presunta indiferencia de Dios ante el dolor humano y, sobre todo, ante las injusticias que muchos realizan invocando su nombre.

Alguien me preguntaba recientemente si las cosas que vivimos en nuestro país son más difíciles, más violentas, más generadoras de temores que las que vivieron nuestros antepasados. Creo que no. Ni siquiera la tragedia del COVID ha sido tan impactante como las resultantes de la Peste Negra o de las guerras mundiales, o la de los sismos en Haití. Basta con leer un poco la historia de la humanidad para comprobar que, con todo y el dolor, el terror y las pérdidas que enfrentamos siempre ha habido situaciones peores, la humanidad, una y otra vez, ha enfrentado acontecimientos sumamente dolorosos.

Así que si lo que hace tan impactantes los acontecimientos recientes, lo que provoca nuestra ansiedad y nuestros temores no es el tamaño de las tragedias que enfrentamos, o el número de víctimas con el que nos bombardean los medios noticiosos, ¿qué es lo que provoca que haya tanta zozobra, temor y desesperanza en no pocos de nosotros y quienes están viviendo momentos difíciles?

Mi propuesta, o el intento de la misma, considera dos elementos: el primero consiste en el hecho de que somos nosotros los que estamos enfrentando las dificultades, los temores y aún los sufrimientos provocados por las circunstancias que nos toca vivir. El segundo tiene que ver con lo que podríamos llamar la frustración de la esperanza, en aquellos que ha puesto su esperanza en Dios. Los creyentes no sólo tenemos fe, también tenemos esperanza. Es decir, no solo sabemos y creemos, sino que también tenemos expectativas que se sustentan en la confianza que tenemos en Dios: en su amor, en su interés y en su poder para cambiar las cosas que nos duelen y dañan.

Quienes hemos puesto nuestra esperanza en Dios hemos orado tanto por tantas situaciones. Por tantas cosas que no solo son malas y dolorosas en sí mismas, sino que han demostrado tener el poder para afectar a muchas más personas y muchas más cosas. Ahí están las enfermedades, los conflictos familiares, los problemas de los hijos, las dificultades económicas, las soledades, etc. Hemos orado con fe, con determinación, lo hemos hecho una y otra vez y las cosas no solo no mejoran, sino que parecen estar siendo cada vez más difíciles. A veces no parece, se hacen cada vez más difíciles. Es, entonces, cuando enfrentamos la frustración de la esperanza.

En este punto, debo confesar que a veces mi fe, mi conocimiento de la Palabra, mi experiencia pastoral, no me parecen suficientes en el ánimo de servir y apoyar en su caminar diario a quienes enfrentan tal frustración de la esperanza. Quizá esto no sea sino el reflejo de mi propia confusión, sorpresa y tristeza ante las situaciones, ¿cada vez más extraordinarias?, a las que la vida nos enfrenta. La pandemia con todo el terror de enfermedad, muerte, pobreza, la violencia irracional que vivimos ya de cerca, el incremento de la violencia intrafamiliar, el número creciente de divorcios –con su consecuente cauda de soledad, pobreza, amargura, etcétera, la violencia callejera contra las mujeres, el alcoholismo y otras adicciones.

En fin, tantas cosas que parecen tan lejanas y, sin embargo, cada día tocan a nuestra puerta o, de plano se meten en nuestras vidas sin siquiera avisar ni, mucho menos, pedir permiso. Realidades estas que provocan preguntas tales como: ¿qué es lo que permanece en la vida? ¿Hay alguna garantía de bien? ¿Hay alguna posibilidad para la paz, para la felicidad? ¿Dios resulta relevante ante tanto dolor y desesperanza.

En estas circunstancias la relación con Dios, creo que como a muchos otros, me resulta incómoda. Dios me resulta incómodo. Los porqués de la vida se multiplican y arrastran con ellos confusión y rebeldía. Y, reitero, creo que no estoy solo en esta circunstancia. Creo que somos muchos los que, de tanto en tanto, enfrentamos la frustración de la esperanza. Y, entonces, debemos preguntarnos si la respuesta a la frustración -ese sentimiento de tristeza por no lograr un deseo- se resuelve enojándonos con Dios y alejándonos de él. O, si el hacer esto no añade pérdida sobre pérdida a nuestra experiencia de vida.

Como parte de mi propuesta de diálogo a quienes se han rebelado contra Dios y han abandonado la iglesia, quiero proponer aquí tres elementos de reflexión. Desde luego, confieso aquí -como si fuera necesario hacerlo- mi acercamiento parcial al tema. Mi interés es que quienes se han alejado de Dios, vuelvan a él. Aún así, te pido que consideres los siguientes elementos y que te animes a que conversemos sobre el tema. Insisto en que hacerlo nos ayudará a comprender mejor la vida y la fe.

El primer elemento que te invito a considerar es que, como dijo Douglas, Dios no es la vida. Douglas es un pastor, amigo del reconocido escritor Philip Yancey. Douglas enfrentó la muerte de su esposa e hija en situaciones dramáticas. Cuando alguien lo cuestionó acerca de cómo es que podía seguir creyendo y sirviendo a Dios, este pastor respondió: Tenemos la tendencia a pensar que la vida debería ser justa, puesto que Dios es justo. No obstante, Dios no es la vida. Con esto Douglas nos recuerda que la vida no es lo que debería ser, ni lo que nos gustaría que fuera. La vida es la vida y en su ser la vida tiene su propia dinámica. No siempre predecible, no siempre comprensible y, sobre todo, no siempre controlable. Podemos controlar muchas cosas, cierto, pero no podemos controlar la vida.

Dios nos ha creado libres, con la capacidad de decidir, hacer y enfrentar las consecuencias del ejercicio de nuestra libertad. En estricto sentido es la cualidad por la cual las personas evolucionan, se adaptan al medio, se desarrollan y se reproducen, propone el diccionario. Así, mucho de lo que enfrentamos, si no todo ello, resulta del quehacer humano en su interrelación con la naturaleza y no del quehacer divino. La naturaleza misma tiene sus propias dinámicas de evolución, mismas que cuando se suman a las dinámicas personales y sociales desarrollan eventos que, aunque han sido llamados actos de Dios, no son producto de la voluntad divina.

Cuando Jesús asegura que él es el camino, la verdad y la vida (Juan 14.6), se refiere a la plenitud que resulta de vivir en comunión con Dios y siendo ético en el todo de la existencia. Se refiere al vivir activa y genuinamente consagrados a Dios, siendo bendecidos, animados y sostenidos por el Señor en el día a día.

El segundo elemento a considerar tiene que ver con nuestras expectativas de Dios. Me temo que una de las principales razones de la frustración de nuestra esperanza es que esperamos lo que no tenemos razón de esperar. A veces escucho las oraciones de algunos, otras veces recibo peticiones de oración, que me ponen en conflicto. Ello porque sé que de acuerdo con la doctrina bíblica lo que se ora y lo que se pide no responde a lo que la Biblia enseña acerca de Dios, acerca de nosotros mismos y acerca de la vida.

Santiago asegura que muchas veces pedimos y no recibimos porque pedimos mal. Este mal se refiere al hecho de que, en la mayoría de los casos, nuestras oraciones y peticiones son inmediatistas y enfocadas en las personas antes que en la manifestación plena del orden de Dios, tanto en lo personal, como en lo familiar y en lo social. Aquí debemos preguntarnos, cuando nos enojamos con Dios y le reclamamos su aparente indiferencia e injusticia, si lo que pedimos es acorde a su carácter. Si afirma su santidad, su señorío y resulta un espacio propicio para que se manifieste su Reino entre nosotros.

Creo que deberíamos abundar en la consideración de este punto. Lo haremos, con la ayuda de Dios.

Finalmente, el tercer elemento de reflexión que te propongo es el que Dios no es un espectador indiferente ante las tragedias humanas. Tanto en las que se viven a nivel personal, como las que afectan a las familias y a la sociedad. Sí, Dios se alegra en la alegría de los suyos, pero también sufre por el sufrimiento de quienes enfrentan la vida inadecuadamente, solos e impotentes. Ello, porque Dios nos ama y no hay nada que pueda impedir el amor de Dios.

El amor de Dios se hace evidente en el hecho de que Dios nos acompaña y fortalece en medio de las dificultades de la vida. No las impide, cierto, pero no nos deja solos en ellas. Nos capacita para enfrentarlas y, en no pocos casos, su gracia provee lo necesario para superarlas.

El Coro del Tabernáculo de Brooklyn canta un himno que en su parte medular dice: Tú eres la fuente de mi fuerza y la fortaleza de mi vida. Dios tiene una forma particular de llevarnos a su presencia, de animarnos a entrar en su santuario, en su intimidad. Ahí él se revela y nos muestra que, en medio de toda la confusión, él permanece en control.

Al ir al Señor nos encontramos con la declaración paulina: Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, y a los cuales él ha llamado de acuerdo con su propósito. Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, sería una buena paráfrasis. Él lo ha dicho, se ha comprometido a ello, y el recuerdo de su actuar pasado así lo confirma. Ninguna tragedia, por más trágica que resulte, puede borrar el hecho de que, siempre, Dios ha mostrado su presencia, interés y amor en medio de las dificultades, ya se trate de las personales, de las familiares o de las sociales.

Esto es un elemento que cuando reclamamos, criticamos y nos peleamos con Dios no debemos olvidar. Su amor siempre se ha hecho presente para nuestro bien, aún en los días más oscuros de la vida.

Termino diciendo que los días que vivimos son difíciles y no hay razón para esperar que los inmediatos resulten mejores. Creo, y les invito a ello, que debemos prepararnos para enfrentar más dificultades, más violencia, más peligros, más… Como Jeremías en su tiempo, contra lo que falsos profetas aseguraban y mucha gente deseaba oír, no podemos anunciar tiempos de paz y de abundancia. Esperábamos paz, pero no llegó nada bueno. Esperábamos un tiempo de salud, pero sólo nos llegó el terror, tuvieron que aceptar quienes vivían la tragedia de sus días.

Pero, a ti que dudas de Dios, quiero recordarte que Dios te ama y que ama a quienes están en desgracia. Que Dios se conduele con quienes sufren y, se truena los dedos al darse cuenta de que mucho del sufrimiento humano responde al hecho de la rebeldía ante su llamado a comunión y paz. Dialoguemos, hablemos de Dios, hablemos de la vida, hablemos de nuestras dudas, nuestras convicciones y nuestra esperanza.

A esto te animo, a esto te convoco.

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