Como representantes del Señor Jesús
Colosenses 3.16 y 17; Juan 15.1 y 2 NTV
Agradezco mucho a quienes han tenido la gentileza de seguir las propuestas de reflexión que he compartido, particularmente dirigidas a quienes se han alejado de Dios y han abandonado la iglesia. Pero no sólo a ellos. Creo que esta será la penúltima de tales propuestas de reflexión por el momento. Así que te invito, una vez más, para que dialoguemos. En mi última propuesta cometí el error de, al finalizar la misma, invitarte a que hablemos de tu experiencia espiritual. Perdona mi presunción y autocomplacencia. Debí proponer que hablemos de nuestra experiencia espiritual pues, estoy seguro, puedo aprender y descubrir mucho de tu caminar espiritual.
Uno de los reclamos de quienes se alejan de Dios y abandonan la iglesia es que ni Dios ni la iglesia les dejan vivir su propia vida. Alguien lo expresó así: No sé por qué tengo que soñar los sueños de Dios y no los míos propios. Es decir, hay un sentimiento de despojo y de limitación. No serían pocos, me parece, los que estarían dispuestos a acusar a Dios de egoísta e injusto. Porque ¿qué derecho tiene Dios para pretender que vivamos para su servicio? Se preguntan algunos.
Hoy quiero animarte a considerar algunas cuestiones relativas al llamamiento cristiano, su razón y su propósito. Y, con toda sinceridad debo aceptar que vivir para Dios, consagrar nuestra vida a él, conlleva el sufrimiento, la incomprensión, el dolor y el cansancio. El Eclesiástico (2.1), advierte: Hijo mío, si tratas de servir al Señor, prepárate para la prueba. Fortalece tu voluntad y sé valiente, para no acobardarte cuando llegue la calamidad. Así que no te engaño, te hago esta propuesta con temor y temblor, sabiendo de su dificultad y llevando en mi propia vida las cicatrices del servicio a Dios.
Uno de los paradigmas de la fe cristiana consiste en asumir que hemos sido llamados a santidad. Desde luego, santidad es sinónimo de pureza moral. Sin embargo, propongo a ustedes que esta resulta irrelevante y hasta estéril cuando desconocemos que santidad es, ante todo, consagración. Esta significa, como hemos dicho, esa disposición a entregar el todo de nuestra vida al Señor. Vive consagradamente quien vive su vida con propósito: quien está lleno del propósito de hacer todo para el Señor. Colosenses 3.17
A quienes les resulta agresiva la idea de vivir para Dios, conviene recordar que la Biblia dice que todo lo que tenemos: la vida misma, los recursos, las capacidades, los medios, etc., proviene de Dios. Santiago 1.16 y 17 Pablo nos recuerda que los recibimos como dones y que estos responden a dos razones: el amor del Señor que explica que recibamos aquello que no merecemos, y el interés del Señor de bendecir a otros al través de nuestra ministración. 1 Corintios 12. ; 1 Pedro 4.10 La Biblia nos enseña, también, que aunque Dios ha delegado en nosotros la administración de tales dones, él sigue siendo el Señor, dueño, de los mismos.
Por ello es que el Señor participa activamente en nuestro quehacer cotidiano. Lo hace, podando cuando lo que hacemos lo hacemos en conformidad con su propósito. Esta poda consiste en el hecho de que él quita aquello que puede estorbarnos, facilitando la realización de nuestra tarea, capacitándonos y empoderándonos, abriendo espacios de oportunidad cada vez más significativos y poderosos. Pero, también, participa cortando las ramas que no dan fruto. Esto no significa literalmente que él nos separe de su Cuerpo, la Iglesia, sino que nos quita la autoridad, es decir el derecho y el poder para hacer aquello que nos había encomendado para entregárselos a otros que sí cumplan el propósito divino. Juan 15.1 y 2; Mateo 21.43
Esto explica, en no pocos casos, nuestro fracaso en tantas áreas de nuestra vida cuando nos resistimos o negamos de plano a vivir para él. Explica, por ejemplo, no pocas crisis matrimoniales, familias disfuncionales, chascos laborales, pérdidas económicas, etc. Al no administrar correctamente los dones recibidos, al no consagrarlos al Señor, perdemos la autoridad, el poder hacer lo que es propio con ellos y terminamos en una constante de pérdida y de frustración.
No es raro que la razón por la que nos resistimos a asumir nuestra condición de administradores y, por lo tanto, el compromiso de vivir cuidadosamente para el Señor, sea que creemos que vivir así nos limita, coarta nuestra libertad y nos aleja de la plenitud o de nuestra realización personal. Pero, nada más falso, los dones nos empoderan.
Vivir con propósito, una vida con propósito, nos empodera, nunca nos limita y, menos aún, nos despoja de aquello que nos es propio. Por el contrario, el llamado bíblico es a vivir la vida plena, la dádiva que Jesús nos ha traído es la vida abundante. Y este término no se refiere sólo a aquellas cosas que clasificamos como espirituales, sino al todo de la vida. Creo que Eclesiastés nos sirve para fundamentar esta afirmación cuando nos invita a hacer todo aquello que esté en nuestra mano hacerlo. Eclesiastés 9.7-10
La única condición es que todo lo que hagamos o digamos, lo hagamos en el nombre del Señor Jesús y dando gracias al Padre por medio de él. Colosenses 3.17 Es decir, que lo consagremos, que lo hagamos sagrado, para así honrar y agradecer a Dios por los dones recibidos.
Sagrado es aquello digno del máximo respeto por su carácter divino o por estar relacionado con la divinidad. El vivir la vida consagradamente, da sentido (razón de ser), y dirección a la misma. El creyente, recordando a Jesús Adrián Romero, camina pisando tierra santa. Es decir, el creyente fiel camina caminos que inician en Dios y llevan a Dios. Matrimonio, paternidad, vocación, espacios de servicio, etc., todo ello es en sí mismo un llamado que Dios le hace a honrarlo y servirlo en el todo de la vida. Es decir, a vivir consagrado, dedicado, a Dios.
Quien vive consagrado a Dios encuentra una razón inamovible para vivir, Dios mismo. Ello le permite superar las dificultades, las incongruencias de los demás, los pesares de la vida. Quien hace todo para el Señor, del Señor recibirá la recompensa esperada. Colosenses 3.23 Es en el Señor que descubre el qué y cómo hacer lo que es propio, recibe la fortaleza y el poder para lograr sus metas, además de que goza de la protección y el cuidado divinos.
Quien vive para el Señor, sabe lo que conviene hacer, y puede hacerlo. Al consagrarse a Dios se vuelve en colaborador de Dios en la tarea que él está realizando en el aquí y ahora, pero que habrá de tener repercusiones en la eternidad. 1 Corintios 3.9 Los compañeros de trabajo saben, se saben uno y otro. Saben qué, cuándo, cómo, con quiénes, sí y no. Además, se apoyan mutuamente, se complementan, se ayudan y se protegen. Así pueden realizar la tarea que tienen por delante y terminan gozándose del triunfo alcanzado.
Quien se consagra lo hace porque teme a Dios. Es decir, reconoce que es el Señor y que merece nuestro respeto, consideración y servicio. Por ello lo trata reverentemente, con aprecio y con profunda reverencia. Así, quien se consagra a Dios porque le teme, adquiere sabiduría para el todo de la vida. Porque, la Biblia dice que el principio de la sabiduría es el temor de Jehová. Salmo 111.10
Déjame confesarte algo. Al mirar en retrospectiva e identificar los puntos de inflexión de mi vida que me llevaron al error, a sufrir pérdidas y caídas por el fracaso, puedo reconocer mi falta de consagración en tales momentos. Fueron tiempos de egoísmo, de rebeldías. Hice lo que hice convencido de mi derecho, de lo acertado de mis decisiones. Sin embargo, muy pronto se hizo evidente mi renuncia a Dios y las consecuencias de la misma. Aún ahora, después de muchos años, sigo teniendo evidencias de lo errado de mis decisiones y conductas, sigo enfrentando las consecuencias que me dañaron, dañaron a los míos y, sobre todo, dañaron en alguna medida a la Obra de Dios.
Te he animado a que en la consideración del qué y del cómo de tu vida añadas a los muchos elementos de evaluación que consideres, el otro factor: Dios. En la vida siempre necesitamos de puntos de referencia permanentes y evidentes. Recuerdo cuando fui invitado a predicar en una misión en las orillas de Culiacán. Las calles eran de tierra, sin nombre ni iluminación la mayoría de ellas. Quien me llevaba nunca había estado en esa zona. Seguía las instrucciones recibidas. Al llegar a una esquina dijo: Esa luz prendida será nuestra señal de regreso. A nuestro regreso, la luz había sido apagada. Pasamos horas, literalmente, buscando la salida de una zona controlada por las bandas del narco sinaloense.
En la vida la única luz que no se apaga es Dios. Es el único que permanece firme, fiel y verdadero. Por ello es que te animo a que salgas de ti mismo, a que dejes de ser el referente principal de tu vida y que corras el riesgo de mirar a Dios. Si él es el Señor, y lo es, es nuestra vida, en sus aciertos y errores, la que se explica en función de él. Así que conviene considerar la conveniencia de vivir en función de él y para él, siendo sus representantes, haciendo todo para honrarlo y servirlo integralmente.
Que estemos aquí es un indicador de que Dios todavía nos tiene paciencia y que, por lo tanto, nos da la oportunidad para que llevemos fruto; para que vivíamos una vida consagrada y, por lo tanto, una vida plena al servicio suyo y de nuestros semejantes.Antes de hablar, preguntémonos si lo que vamos a decir se sujeta a la autoridad de Cristo y, por lo tanto, glorifica a Dios. Antes de hacer, consideremos si lo que vamos hacer nos acerca o nos aleja del propósito para el cual hemos sido llamados. Porque, no debemos olvidar, sea que vivamos o que muramos, somos del Señor. Romanos 14.8
A esto los animo, a esto los convoco.
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