¿Encontrará fe en este mundo?
Lucas 18.8
Una de las preguntas más desesperanzadas respecto de la fe en Jesucristo, la escuchamos, precisamente, en los labios del mismo Jesucristo. En efecto, según el relato de Lucas, nuestro Señor, al concluir de relatar la parábola de la Viuda y el Juez Injusto, arroja la pregunta: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”. Hay quienes aseguran que no fue el Señor quien se hizo tal pregunta. Más bien, nos dicen, el escritor encargado de copiar el manuscrito que contenía los relatos de Lucas, impresionado por la fe de la mujer viuda y ante la promesa que Jesús hace de que Dios escuchará y responderá el clamor de los que le buscan, es quien se pregunta: “cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra?”. Como en muchos otros casos, la nota al margen del copista se incorporó posteriormente al texto original y ello es lo que pone en labios de Jesús tan desesperanzada pregunta.
De cualquier forma, se trate de una duda del Señor que todo lo sabe; o se trate del pasmo de un escritor impresionado por lo que transcribe, la pregunta suena como un disparo a bocajarro. Primero, porque sugiere que la certidumbre de la Segunda Venida no implica, necesariamente, la permanencia de la fe en Jesús entre los hombres. Además, porque la carga de la respuesta no está en el Hijo del Hombre, quien al venir a la tierra nuevamente cumple su tarea; sino en aquellos que le esperamos. En aquellos que nos asumimos su pueblo y, dado el carácter escatológico –relativo al futuro-, del evento referido, se refiere no solo a nosotros, sino a nuestros hijos, nuestros descendientes. Sí, si hoy viene el Señor y se cumple así la oración maranatha: “Ven, Señor Jesús”, el Señor encontrará fe en la tierra. Pero, ¿podrán nuestros hijos y sus descendientes conservar la fe en Jesucristo hasta que el Señor venga a recoger a su pueblo?
Yo no puedo leer a Lucas, ni escuchar tan conflictiva pregunta, sin trasladarme al terreno de la familia. Es que la fe es una cuestión familiar. “La fe se mama, no se enseña”, decía mi Padre. Con ello, destacaba, primero, que la ve es una cuestión espiritual. Tiene que ver con la realidad presente del Espíritu Santo en la vida de la familia, pero también tiene que ver con el espíritu de los padres. Sí, de acuerdo con la enseñanza bíblica son los padres el conducto que transmite la fe a los hijos; o, por el contrario, el conducto que al no permanecer unido a Dios, simplemente no puede transmitir, hacer visible, la experiencia de fe que es propia de quienes sirven al Señor.
Antes que nuestras palabras, nuestra enseñanza religiosa, impacten y/o hagan efecto en nuestros hijos, la manera en que vivimos, vivenciamos, la fe modela el carácter espiritual de nuestra familia. Esto es tan cierto, que pueden darse casos, como se dan, de padres sencillos, hasta ignorantes, carentes de las herramientas intelectuales y del lenguaje suficientes para explicar a sus hijos los asuntos de la fe; que con gran éxito guían a su familia a los pies del Señor. Por el contrario, hay muchos padres con abundantes herramientas intelectuales, comunicacionales y de conocimiento bíblico que, lejos de guiar a sus familias a Cristo, matan la fe de sus hijos. El éxito en el proceso de la comunicación de la fe, tiene que ver, entonces, con la vivencia cotidiana, congruente y sincera de la relación espiritual entre los padres y su Señor y Dios.
Muchas familias creyentes, así como la mayoría de las congregaciones cristianas del país, enfrentan una severa crisis espiritual cuando sus hijos llegan a la adolescencia, a la juventud. La pirámide de edades de las iglesias muestra un angostamiento que inicia entre los catorce y quince años y apenas se recupera pasados los veinticinco. Ello significa que muchos niños abandonan la fe y su correspondiente asistencia a la iglesia, apenas pueden liberarse del dominio de sus padres. Lo hacen aún cuando sigan asistiendo a los cultos. Hace poco observaba en el mezanine de una iglesia a un número significativo de adolescentes, hombres y mujeres, totalmente ajenos a lo que sucedía durante el culto. Sus cuerpos estaban ahí, su alma y su espíritu estaban en otra parte.
Muchos de esos niños jamás vuelven a la iglesia. Unos pocos regresan cuando se han casado y ya tienen hijos. Curiosamente, dramáticamente quizá, vuelven a la iglesia buscando para sus hijos lo que ellos mismo no tuvieron: una relación personal, profunda y empoderante con Jesucristo como su Señor y Salvador. Yo solo sé que cada vez son más las iglesias con un hueco generacional que parece partirlas por la mitad. En ellas vemos niños y gente adulta, a veces, muy, muy adulta. Los niños esperando el momento de irse; los adultos sufriendo el recuerdo, y el dolor, de los que se fueron.
Yo creo que la fe de los hijos empieza siendo una responsabilidad de los padres. En cierto sentido, la fe de los hijos es uno de los primeros frutos de la fe de los padres. Mientras más real, permanente, cierta, la fe de los padres, más viva la fe de los hijos. Llegará el momento en que la fe de los hijos sea responsabilidad de ellos mismos, pero, cuando menos hasta la adolescencia, la fe de los hijos descansa sobre los hombros de la fe de los padres.
Los padres sabemos bien que nuestros hijos no son nuestros. Pero, lo que olvidamos con frecuencia es que nuestros hijos tampoco se pertenecen a sí mismos, que nuestros hijos no son de ellos. Nuestros hijos, como nosotros, somos de Dios, le pertenecemos a él. Lo crean o no. Crean en Dios o no. Les resulte agradable o no. Nuestros hijos son de Dios. No han sido creados para hacer su vida, tampoco para ser felices. Han sido creados para gloria de Dios, han sido diseñados para que amen a Dios con toda su mente, con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas. Cuando los padres tenemos siempre presente esto entendemos que nuestra tarea es animar, encauzar y disciplinar a nuestros hijos para que ellos, llegado el tiempo, simplemente sigan caminando en dirección de Dios.
Cada vez más me encuentro con padres que no están dispuestos a molestar a sus hijos imponiéndoles cargas tan terribles como levantarlos temprano para ir a la iglesia los domingos, mucho menos “obligarlos” a que lean la Biblia, que oren, que estudien las cosas de la fe. A otros les parece extraordinario que sus hijos pequeños tengan que pasar tanto tiempo en la iglesia. Otros más, sufren severos ataques de culpa cuando tienen que presionar a sus hijos para que participen en las actividades de la iglesia. Desde luego, en la mayoría de los casos, se trata de padres que han desarrollado un modelo de servicio a Dios que no pasa por la entrega total. Siguen reteniendo áreas de su vida bajo su propio control y solo sirven al Señor de la manera que consideran apropiada, en los momentos que les parecen adecuados y con las personas que les resultan menos incómodas.
Muchos de los niños que no oran en la iglesia, que no alaban a Dios con sus hermanos en la fe, que se aburren durante las actividades eclesiales, son niños que no oran en sus casas, que no alaban a Dios en la intimidad de su hogar y que cuentan con padres que tampoco aprecian las actividades eclesiales. Así, Cuándo el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra? Ayer, le preguntaba a Ana Delia, respecto de un joven noble y cariñoso, pero sin rumbo y lleno de complejos: “¿Si hubiera tenido mejor dirección paterna, no hubiera sido su vida mucho más plena?”
Jesucristo viene, no solo al final de los tiempos. Él ha llegado a cada uno de nosotros en distintos momentos de nuestra vida. Su llegada, su salirnos al encuentro, siempre ha exigido una respuesta. Jesucristo viene al encuentro de nuestros hijos. En algún momento de sus vidas, ellos recibirán la visita del Señor. En medio de la alegría o de la tristeza, de la convicción o de la duda, de la soledad o del alborozo social. No sabemos cuándo, pero si sabemos que el Señor vendrá al encuentro de nuestros hijos. Y, cuando lo haga, nosotros no estaremos ahí, aún cuando estemos al lado de nuestros hijos. No podremos decir, ni hacer, nada para que ellos den la respuesta adecuada, para que respondan al llamado del Señor. Serán ellos y Dios. Entonces, estarán sustentados sobre su propia fe, ya no sobre la nuestra.
Cuando Cristo venga a la vida de tus hijos, ¿encontrará todavía fe en ellos? Padre, madre, de familia que me escuchan, ¿están ustedes viviendo su relación con Dios de tal manera que la misma está abonando la fe de sus hijos? Tu fe y la manera en que la vives, ¿animan o apagan la fe personal de tus hijos?
La conversión de nuestros hijos está condicionada por nuestra propia conversión. Somos los padres el ambiente en el que la fe de nuestros hijos se fortalece o se debilita. Así que es tiempo de que nosotros, los padres, nos volvamos a Dios. Que confesemos nuestros pecados y faltas, que nos comprometamos a amarle con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas. Y así, y solo así, podremos tener derecho a esperar que cuando el Hijo del Hombre, Jesús mismo venga a nuestros hijos, halle, todavía, fe en el corazón de los mismos.
Si tienes que elegir algo, de entre todo lo que te he dicho esta tarde, para recordarlo. Por favor, recuerda esta pregunta: cuando Cristo venga a la vida de tus hijos, cuando el Señor salga a su encuentro en el camino de la vida, ¿encontrará todavía fe en ellos?
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