A los que Aman a Nuestro Señor Jesucristo

Efesios 6.24

El tercer pilar que da forma y sustento a nuestra fe lo constituye la Iglesia, el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. La salvación no es una cuestión meramente individual, se recibe y se vive en la comunión con la Iglesia universal, la esposa de Cristo, por la que él ha de venir, de acuerdo con los escritos paulinos.

¿Quiénes son Iglesia? Los estudiosos de la sociedad nos dicen que la nuestra es una sociedad post-moderna. La sociedad moderna se distinguió por su rechazo a la espiritualidad, como algo ajeno a lo científicamente comprobable. La sociedad post-moderna, no solo no persigue a los que creen en la espiritualidad, y por ende en la divinidad, sino que propone que cada quien tiene el derecho de creer en lo que quiera y que todas las creencias son igualmente válidas y aceptables. Interesante, democrático, sí; pero, ¿qué dice la Palabra?

Dice: “la gracia sea con todos los que aman a nuestro señor Jesucristo con amor inalterable”. Esta es una hermosa declaración, también se trata de una declaración discriminatoria. En efecto, de acuerdo con Pablo, el favor de Dios es exclusivo para aquellos que aman a nuestro señor Jesucristo. No es para aquellos a quienes Dios ama, solamente; sino para aquellos que responden adecuadamente al amor de Dios. ¿Quiénes son estos? ¿Qué los distingue? ¿En qué se advierte su condición de depositarios de la gracia?

Conversión. Son aquellos que se han convertido a Dios. Son quienes no solo han creído, sino que han actuado en consecuencia. El quehacer de Dios obliga al hombre a la respuesta adecuada. Al “a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo”, sigue el “varones hermanos, ¿qué haremos? Hch 2.36-37. No es suficiente con saber, ni con creer, Dios llama a la conversión, a volverse a él.

Bautismo. La conversión es un estado espiritual interior que se manifiesta públicamente. El concepto bíblico del pacto incluye, entre otros, los elementos: convenio, establecimiento de las consecuencias positivas y negativas, evidencia pública. De acuerdo con nuestro Señor, al acto de creer, corresponde el actuar en consecuencia, en efecto: “el que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere será condenado”. Mc 16.16. A los judíos, en Pentecostés, Pedro da una respuesta similar: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”. Hch 2.38. La importancia del bautismo en agua tiene que ver con cuatro elementos básicos:

Por el bautismo son perdonados nuestros pecados. La gracia divina no deja de lado la realidad del pecado. Este no es, ni debe ser, ignorado. Hay que confrontar su realidad y actuar en consecuencia. De acuerdo con Pedro, el día del Pentecostés, el bautismo “es para perdón de los pecados”. Hch 2.38. Por ello la importancia de la declaración petrina: “El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo”.

En el bautismo nos hacemos uno con Cristo. De acuerdo con la enseñanza paulina, en el bautismo “somos bautizados en su muerte”, “si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección”. Ro 6.1-14. En el bautismo damos testimonio público de que morimos para nosotros y somos hechos uno en y con Cristo. Que su muerte es la nuestra y que en él es en quien vivimos. Además, Pablo enseña a los Gálatas que “los que hemos sido bautizados en Cristo, de Cristo estamos revestidos”. Es decir que él es en nosotros y nosotros somos en él, mediante el bautismo.

Por el bautismo Cristo se convierte en nuestro Señor. La invocación de su nombre, es la declaratoria de que, por el bautismo, pasamos a ser siervos de Cristo y asumimos la realidad de su Reino en nuestra vida. Para obtener la vida de Cristo, perdemos la propia. Así, la gracia de Cristo no sale de él, sino que abunda en él, por él y para él. Cristo es el Reino y nosotros estamos en este en la medida que permanecemos en Cristo.

Por el bautismo somos incorporados a la Iglesia. Hay dos momentos del nacimiento de la Iglesia, primero el del Día de Pentecostés. El segundo, cuando los gentiles, los no judíos, son incorporados a Cristo. En ambos casos, a la fe sigue el bautismo en agua. “¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo, lo mismo que nosotros?… Y mandó bautizarlos en el nombre del Señor Jesús”. Hch 10.47-48. Ello explica la declaración paulina a los efesios, cuando asegura: “así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios”. Ef 2.19ss.

Comunión. El tercer factor que nos hace Iglesia, es la comunión con Cristo y con nuestros hermanos en la fe. Nosotros no hacemos la unidad, la guardamos. De hecho, cuando somos incorporados a Cristo, somos hecho uno con quienes ya lo forman. Esta unidad es superior a cualquier lazo familiar, amistoso o de propósito. Es la manifestación del Uno, en nosotros, Dt 6.4. Consideremos la progresión paulina: “un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos. Así, esta comunión se da en aquellos en que el Dios uno es. Por eso no podemos estar unidos a quienes no son del Cuerpo.

El símbolo por excelencia de esta comunión es la Cena del Señor. Pan y vino, son símbolo de su cuerpo y sangre entregadas por nosotros, puesto que es en su Cuerpo, la Iglesia, que somos uno con él. De ahí el llamado a evitar las divisiones y a discernir el cuerpo del Señor, puesto que sólo está en el mismo quien permanece en comunión con sus hermanos.

Además, el cultivo de la comunión requiere de nuestro “no dejar de congregarnos”, o el “no dejemos de asistir a nuestras reuniones”. Heb 10.25. Pues somos llamados a que en las mismas nos exhortemos mutuamente, o lo que es lo mismo, “nos demos ánimos unos a otros”. Así que, también permanece en comunión quien asiste a las reuniones.

También debemos decir que el lugar que ocupa, en el establecimiento de nuestras prioridades, el asistir a las reuniones de la Iglesia, resulta un claro indicador de nuestro compromiso con la misma. Indudablemente que hay ocasiones en que es necesario, y aún conveniente, atender algún otro compromiso; pero hay quienes ya han establecido como su norma que ante la disyuntiva de atender algún compromiso familiar, social, laboral, etc. o asistir a la reunión de la Iglesia,  lo primero siempre resultará prioritario. El patrón seguido, cualquiera que este sea, es un indicador de la madurez del creyente y de su compromiso con la Iglesia.

Todos pueden llegar a ser Iglesia, pero no todos lo son. Todos pueden gozar de la gracia, pero solo gozamos de la misma a quienes “nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”. Ef 2.1-10.

A veces vamos por la vida “regando gracia” a derecha e izquierda. A aquel que vemos sufriendo y en aflicción, “le declaramos” una porción de gracia. Nuestro amor y nuestras buenas intenciones no suplen la necesidad de arrepentimiento y conversión de tales personas. Cierto es que Dios las ama y ha provisto para ellas la salvación plena en Cristo Jesús. Pero también es cierto que quienes no están en la Iglesia, no están en la gracia. Son beneficiarios potenciales, pero no depositarios de la misma. Se requiere que respondan apropiadamente al llamamiento recibido. No en balde, Pablo dice: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados”. Ro 8.28.

Por pura gracia nosotros somos Iglesia, miembros del Cuerpo de Cristo. Como hemos recibido de gracia, somos llamados a dar de la misma manera. De ahí que nuestra tarea, el sustento de la misma, sea animar y dirigir a la gente a Cristo. Cualquier cosa que hagamos en favor de la gente y que no culmine en su reconciliación con Dios por medio de Cristo, estará incompleta y no habrá cambiado de manera sustancial la condición de las personas. La razón de nuestra vida, el contenido de nuestro mensaje y el propósito final de nuestro quehacer es, y debe ser, Cristo. No sin razón, el Apóstol Pablo asegura:

“…Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria.” Col 1.27

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