La fe que heredamos a nuestros hijos

2 Timoteo 1.3-7

Es un hecho que las familias cristianas enfrentan una severa crisis causada por el abandono de la fe por parte de sus hijos. Algunos, tratando de minimizar el problema proponen que se trata de un mero abandono de la iglesia y no del abandono de la fe. Que se separan de la iglesia, pero no de Dios. Difícil resulta, sin embargo, asumir que la persona mantiene firme su fe en el Dios de Jesucristo cuando rechaza, y hasta huye, de la comunidad de creyentes que son el cuerpo de Cristo, la Iglesia. Además del hecho de que la experiencia demuestra que quien se aleja de la Iglesia y abandona las reuniones y actividades de la misma termina negando su fe en Dios en lo cotidiano de su vida.

Dado que es este un problema acuciante que nuestra congregación, como muchas otras, enfrenta, nos ocupamos del tema con dolor y temor, pero, también lo hacemos en esperanza. Confiamos que, al abundar en el estudio de la Palabra, así como en la práctica de la oración, Dios nos mostrará lo que es posible rescatar, lo que hay que cambiar y lo que hay que empezar a hacer. Al mismo tiempo que nos fortalecerá para asumir y enfrentar las pérdidas irrecuperables con su ayuda y consuelo. Desde luego, nos acercamos al tema sabiendo que las causas que lo explican son multifactoriales y que en cuestiones de fe siempre hay un espacio de responsabilidad personal en el que cada quién es llamado a asumir sus circunstancias y responsabilidades espirituales.

He escogido como punto de partida para nuestra reflexión inicial el comentario que Pablo hace acerca de la fe de su muy amado Timoteo. Lo hago primero porque el mismo se refiere a la experiencia de quien, Timoteo, ha hecho suya la fe de sus familiares: su madre y su abuela. De manera sutil, Pablo, destaca que en la fe de Timoteo hay un elemento de herencia familiar. Como decía mi padre, Timoteo mamó la fe de su madre y su abuela.

El proceso de conversión de Timoteo y de los timoteos nuestros resulta muy diferente del de quienes han experimentado una conversión dramática. Es decir, de quienes por alguna circunstancia excepcional o una experiencia fundamental han decidido cambiar sus creencias religiosas. Estos, a quienes se conoce como cristianos de primera generación, han recibido, experimentado y valorado su fe de una manera dramática pues su conversión ha implicado una transformación radical de sus vidas, sus valores, sus relaciones, etc. Su conversión es un parteaguas que divide su vida en el antes y después de la misma, pudiendo identificar como mayor precisión y valorar con mayor convicción lo que la misma representa para ellos.

No así los hijos de creyentes, sean de segunda o tercera generación. A diferencia de sus antecesores su conversión no necesariamente marca un antes y un después en su forma de vida. A diferencia de la experiencia de conversión (transformación o cambio de una cosa en otra distinta), de sus padres, su experiencia religiosa es más una evolución (cambio o transformación gradual de algo, como un estado, una circunstancia, una situación, unas ideas, etc.), de su convicción religiosa.

Los valores, las prácticas, las formas de vida propias de la fe y de la comunidad cristiana, les resultan normales. Por lo tanto, carentes del elemento coyuntural en su experiencia de vida que les permita contrastar su aquí y ahora con una forma de vida ajena a la fe cristiana. En no pocos casos, la costumbre, por así llamarla, los lleva a menospreciar el sistema de creencias cristiano y a desarrollar una nostalgia de lo no conocido: de aquello que presumen valioso y digno sin haberlo practicado. De aquello que el pecado les ofrece.

Más aún, este sentimiento de pena por la lejanía, la ausencia, la privación o la pérdida de lo no conocido o practicado, lleva a asumir la vida cristiana como lo que les despoja del gozo de la vida y puede alimentar un resentimiento al considerarse despojados de aquello que les es propio por derecho natural. Por ahora no me ocuparé de analizar la manera en que la Biblia se ocupa de este asunto. Lo haremos en su momento. Pero, baste proponer que se trata de una batalla que empieza y termina siendo una cuestión espiritual, dimensionada por factores psicológicos, de relación familiar, culturales, intelectuales y sociales.

Con esta larga, y, creo, necesaria introducción, vayamos a nuestro pasaje. Pablo se refiere a la fe de Timoteo destacando dos cuestiones fundamentales: Es la fe que residió primero en su abuela Loida y en su madre Eunice. Además, se trata de una fe sincera, no fingida. RVR1960 Así que Pablo nos descubre que Timoteo es un creyente de segunda generación, uno que ha abundado en la fe de sus antecesores directos, una fe que, como hemos dicho, ha mamado de su madre y de su abuela.

Mateo Barret, dice al respecto de la herencia de la fe: A Dios le interesa profundamente lo que tiene que ver con esta herencia. Tu herencia importa. Es tu historia personal de tu día a día y se convertirá en la historia de tus hijos e hijas, historia que se convertirá en la historia de sus propios hijos. Nuestra historia de vida, la que heredamos a los nuestros, define lo que ellos habrán de ser en el futuro.

En el caso de la fe heredada por Timoteo, Pablo destaca que esta fe se distingue por ser no fingida. Fingir es representar o hacer creer algo que no es verdad con palabras, gestos o acciones. Al calificar la fe de Loida y Eunice, Pablo se refiere al carácter de la misma. A los rasgos, cualidades y circunstancias que indican la naturaleza de la fe recibida por Timoteo y la cual él mismo profesa.

Y es aquí donde encuentro un punto de partida para la atención al reto que nuestros hijos y nietos representan para nosotros. Tiene que ver con el carácter de nuestra fe dado que, a fin de cuentas, nosotros somos modelos y transmisores de la misma. Desafortunadamente, por diversas razones, hemos aprendido que la fe es sinónimo de perfección, de convicción y de continuidad.

En nuestro heredar, nuestro hacer común nuestra fe a nuestros descendientes, hemos privilegiado el considerar la fe como una acumulación del deber hacer y del dejar de hacer, esto o aquello. Me temo que hemos hecho de la fe una cuestión de obras antes que de gracia y de experiencia. Hacemos nuestra una espiritualidad ritualista y carente de vida interior. Una espiritualidad retributiva, en la que hacemos para que Dios haga o no haga. Este carácter retributivo de la fe genera expectativas y decepciones profundas que contribuyen al alejamiento de Dios y de la iglesia, por razones obvias.

La experiencia nos enseña que la fe no excluye el error, ni la duda y que pasa por etapas de inconsistencia. Es decir que tiene no pocas áreas grises respecto de lo que sabemos, creemos y hacemos. Ante la frustración que tal realidad representa y presionados por la necesidad de educar en la fe a los nuestros, enfrentamos las debilidades de la fe a base de apariencias, fundamentalmente.

Al vivir así la fe ante nuestros hijos, quienes nos conocen por los dos lados, no sólo los defraudamos, sino que los privamos de los elementos indispensables para vivir la vida cristiana, elementos tales como la confianza en la gracia divina, la humildad, el valor del arrepentimiento y la conversión, principalmente. Así que cuando nuestros hijos enfrentan sus propios demonios descubren que las apariencias no son suficientes para mantenerse en comunión con Dios. Descubren que no hay profundidad en su fe y que ni siquiera tienen una experiencia de vida que les permita apreciar el valor y sentido de su entrega sacrificial al Señor.

Sí, lo que estoy proponiendo es que los padres creyentes influimos, establecemos patrones que afectan, dan forma, a la fe de nuestros hijos. Ello, sin dejar de lado que cada quién, incluyendo a nuestros hijos, tienen la responsabilidad personal de responder al llamado que Dios les ha hecho. Aquí propongo a ustedes que, ya que no podemos hacer nada para cambiar nuestra pasada manera de vivir la fe, quienes estamos dispuestos a luchar por que nuestros hijos se vuelvan a Dios y se reincorporen a la Iglesia, podemos empezar a practicar una fe no fingida, una fe sincera.

Ello implica el que reconozcamos las áreas débiles de nuestro caminar en Cristo y, confiando en su gracia, nos convirtamos a él asumiendo nuestras responsabilidades y luchando por traer a sus pies todo aquello que en nosotros está fuera de su voluntad. A manera de esbozo, propongo a ustedes que la fe no fingida, la fe sincera, auténtica, se caracteriza por tres elementos que habremos de desarrollar con la ayuda de Dios.

El primero de estos elementos es que la fe auténtica es una fe bíblica. Surge del conocimiento personal, profundo y cotidiano de las verdades bíblicas. La Biblia ilumina la vida del creyente y se convierte en el punto de referencia en el todo de la misma. El segundo elemento es la adoración. Desde luego, esta incluye como elemento fundamental el cultivo disciplinado de la oración y la alabanza oral. Pero, sobre todo, es el empeño en una forma de vida que glorifica a Dios en todas las áreas de la misma. Y, el tercer elemento, es la congruencia. Es el vivir en conformidad con lo que profesamos creer. Llevar la fe a la vida diaria. Vivir como conviene a nuestra condición de hijos de Dios.

La fe no fingida requiere, entonces, de un profundo conocimiento del mensaje bíblico, así como de una relación íntima con el Cristo de la cruz y la resurrección. Requiere que evidenciemos que somos uno con Cristo, tanto en su muerte y en su resurrección. Para así compartir el mensaje de salvación en el todo de nuestra vida. Para así presentar a Cristo a los nuestros y a quienes nos rodean en el poder del Espíritu Santo.

La medida en la que nos dispongamos a vivir esta fe no fingida será un indicador ante Dios y ante nuestros hijos de la sinceridad y el valor con el que nos ocupamos de compartir el evangelio de vida a los nuestros. Los animo para que nos unamos en este caminar, a que con temor y temblor vayamos a la presencia de Dios y le pidamos y nos propongamos a que no haya nada en nosotros que estorbe la fe de nuestros hijos.

A esto los animo, a esto los convoco.

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