Hablemos de Dios y las mujeres solas
El de la soledad es un tema complejo de por sí. Pero, si nos ocupamos de las mujeres solas, el tema se vuelve aún más complicado. Ello hace más importante y urgente el que, como iglesia, nos ocupemos del mismo. Podemos hablar de mujeres solas: solteras, madres solteras, divorciadas, viudas, separadas, etc. Pero debemos reflexionar: una realidad creciente, sí, pero ¿una realidad fatal? ¿Es, debe ser la soledad una amenaza sobre la cabeza de nuestras mujeres? Además, ¿son “mujeres solas” las que no tiene pareja? O, ¿aun teniendo pareja, hijos, familia, etc., pueden estar solas las mujeres?
Antes de seguir adelante conviene que definamos el término soledad. El Diccionario de la Lengua Española, define soledad como la carencia voluntaria o involuntaria de compañía. Así, la primera característica a destacar es que la soledad es una carencia. Las mujeres solas, son las que carecen… de compañía. Es decir, carecen de alguien con quien compartir sus sentimientos, tal el sentido de acompañar.
Esto nos lleva a una segunda definición de la soledad: soledad es no saberse apreciada. No se trata, entonces, de no tener compañía, con quien compartir; sino de no saberse acompañada. Es decir, la soledad no solo tiene que ver con la ausencia física de los demás, sino con la percepción que tenemos de lo que los demás son y dónde están respecto de nosotros.
Una pregunta que con frecuencia se hacen las mujeres es si su soledad es, en todos los casos, la voluntad de Dios. Lo mismo se pregunta la mujer que sufre la viudez o el abandono de su esposo que la que, contra su deseo, permanece soltera. Desde luego, también se lo preguntan quienes viven la soledad acompañada,
Nuestra relación con Dios pasa por muchos filtros. Algunos de estos los hemos heredado de la experiencia y de las percepciones de otros. Todos vamos por la vida cargando tradiciones religiosas. Estas no solo tienen que ver con la religión, o iglesia, de nuestros padres. También tienen que ver con lo que ellos pensaban de Dios y cómo nosotros asumimos como válidos tales pensamientos.
Uno de los mitos aprendidos es que todo lo que pasa es voluntad de Dios, entendiendo esta como la intención intencional de Dios. Dios así lo quiso, Dios nos lo mandó, etc., son expresiones que resumen tal mito. La consecuencia de pensar así es creer que nuestras carencias son, todas, el resultado de la intención de Dios. Así, si la mujer no se casó es porque Dios así lo quiso. Si la mujer se quedó viuda, o su marido la engaña o abandona, es este un sufrimiento que Dios le manda, o una prueba que, quién sabe por qué, Dios quiere que pase.
En situaciones, que no vemos desde la perspectiva divina, nos parece encontrar refuerzos para esta manera de pensar. Pero, pensar así contradice lo que la Palabra dice de Dios y de su propósito para nosotros. Sobre todo, nos impide examinar de manera objetiva tanto las causas como las consecuencias de los eventos vitales. Ello no solo provoca confusión, sino que imposibilita a la persona para que ejerza los dones que son propios de su ser imagen y semejanza de Dios, además de, en el caso de las mujeres creyentes, el haber sido regeneradas en y por Cristo Jesús.
Así que, ¿cómo saber si lo que vivimos corresponde a la intención específica de Dios? La respuesta está en el fruto, las consecuencias, de la circunstancia que se vive y no sólo en las características de la misma. Déjenme tratar de explicarme. Primero, tenemos que preguntarnos si las decisiones que nos llevaron a tal circunstancia de soledad correspondieron al propósito de Dios para nosotras. Debemos examinar el evento en perspectiva, considerando todos y cada uno de los factores del mismo.
En algunos casos, la unión, la relación que iniciamos con ciertas personas no corresponde a la intención de Dios, sino a un ejercicio inadecuado de nuestro derecho a actuar de acuerdo a nuestra voluntad. Por lo tanto, los conflictos inherentes a tal unión, incluyendo el rompimiento de la misma, son consecuencia natural de su dinámica y de la calidad de su composición, no de la intencionalidad de Dios al respecto.
Por el otro lado, hay ciertas soledades y distanciamientos que sí son animados y/o motivados por Dios. No es que Dios nos separe o aparte, ello sería una falta de respeto a nuestra identidad. Más bien, Dios provoca, anima, invita, facilita tales separaciones. La razón es una sola: se trata de uniones que entran en conflicto nuestra identidad y nuestra comunión con Dios. Ya se trate de relaciones con los padres, la pareja, los hijos, las amistades, etc. Dios es celoso, nos anhela, nos desea para sí.
Cuando aparece una relación que pone en riesgo nuestra comunión con él, actúa de manera inmediata y firme en contra de la misma. Si somos sensibles y obedientes a su llamado de amor, pagamos el precio del alejamiento de las personas que nos separan o podrían separarnos de Dios y así podemos refugiarnos en él. El fruto de nuestra soledad respecto de los otros es nuestra comunión más perfecta y plena con nuestro Señor. Así que, aún sin estar con aquellos de quienes nos separamos, estamos solas, pues Dios está con nosotras.
A este respecto, las mujeres que quieren conocer y comprender mejor cuál es la voluntad de Dios para ellas, deben tomar en cuenta que:
La Biblia nos enseña que Dios ama a las mujeres. Las valora, las respeta y las convoca para que participen de manera activa en el quehacer divino a favor de la humanidad. En el texto bíblico todas las expresiones de menosprecio, todos los prejuicios machistas, chocan con el reconocimiento que Dios hace de la dignidad de las mujeres. Conviene notar que hay una cierta compatibilidad entre Dios y las mujeres. En la historia bíblica, generalmente el quehacer femenino aparece como respuesta a la incapacidad y/o limitaciones de los hombres: Rahab, Débora, Ester, María y las otras mujeres, etc.
Así, si Dios ama a las mujeres, Dios establece relaciones personales, íntimas, enriquecedoras con ellas. En este sentido, las mujeres que son amadas por Dios, y que lo aman, nunca carecen de compañía. En Dios siempre encuentran con quien compartir sus pensamientos y emociones.
La Biblia también nos enseña que Dios toma partido a favor de las mujeres que son menospreciadas, oprimidas y violentadas. Cuando los hombres, la sociedad, hacen de las mujeres seres en desventaja, Dios reacciona con su justicia. Esta le hace tomar partido, a favor de quien sufre y en contra de quien violenta su orden. En toda circunstancia de injusticia, Dios escucha el clamor de los menesterosos y actúa en consecuencia. A David el Señor le asegura: Por la aflicción de los oprimidos y por el gemido del pobre, voy a levantarme, dice el Señor, y los podré a salvo de quienes los oprimen. Salmos 12.5 NVI
Las mujeres que están en situación de opresión, las que viven cualquier expresión de violencia intrafamiliar, laboral, social, etc., deben saber que cuentan con Dios. Que pueden reclamar su intervención a favor suyo y en contra de quienes les agraden. Los agresores de las mujeres deben saber, por su lado, que Dios los anda buscando, que al ofender a las mujeres han renunciado a su propia paz y tranquilidad. Aún a su propia seguridad.
Pero, la Biblia también nos enseña que Dios tiene un propósito para el bien de cada uno de sus hijos, y ello incluye a las mujeres. La Biblia nos enseña que nadie, fuera del interesado, podrá impedir el cumplimiento de la intención divina. Jehová cumplirá su propósito en mí, dice el Salmo 138.8. Y, en Jeremías 29.11, Dios nos asegura que su propósito para nosotros, sus intenciones, es a favor de nuestro bienestar.
Todo en nuestra vida terrena es circunstancial, todo es circunstancia, es decir, accidente de tiempo, lugar, modo, etc., que está unido a la sustancia de algún hecho o dicho. Nada tiene el poder para definirnos permanentemente. Por ello, las mujeres pueden superar la carencia de compañía, en la medida que se mantienen fieles a su identidad y propósito gracias a su comunión con Dios. Cuando encuentran en sí mismas su razón de ser y se descubren libres de las ataduras, de amor o de odio, que les privan de las mejores compañías: la de Dios y la de sí mismas.
Creo que conviene a las mujeres que están o se sienten solas, si la soledad que enfrentan es su elección. También encaja que se pregunten si su soledad es lo que les conviene. La primera pregunta conviene hacerla porque si no han sido ellas quienes han elegido estar solas, pueden acudir a Dios y pedir su ayuda para terminar con la soledad que las afecta. Pueden pedir su dirección para construir o recuperar espacios de compañía, en los que puedan compartir saludablemente sus sentimientos.
También encaja, hemos dicho, que se pregunten si su soledad es lo que les conviene. Desafortunadamente, en no pocos casos, las mujeres se involucran en relaciones no sanas, no convenientes. Los condicionamientos y las presiones culturales, las expectativas familiares, y los temores existenciales, llevan a muchas mujeres a relaciones disfuncionales y dolorosas. En estos casos, la soledad que resulta del rompimiento de tales modelos relacionales, aunque dolorosa, resulta conveniente. Al final de cuentas, su vida será más sana por cuanto han roto relaciones que las limitaban, lastimaban y ofendían.
La soledad no es destino para las mujeres que están en Cristo. Ni para las que no lo están. No sólo porque en el abundar en su comunión con Dios pueden encontrarse efectivamente acompañadas, sino por que su caminar con Dios las dirige, fortalece y protege para que puedan desarrollar relaciones humanas sanas, empoderantes y plenas.
A esto las animo, a esto las convoco.
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