Los retos de los padres

Salmos 127

Ser padre es una bendición y un reto. Cuando Jacob bendijo a su primogénito, Rubén, le llamó el principio de mi vigor, es decir, el inicio de mi poder generativo. En cierto sentido, y sólo en cierto sentido, el hombre sólo es tal cuando genera otras vidas. Desde luego, convengamos que ser hombre es mucho más que ser padre, pero hoy hablamos de los hombres que son también padres.

La Biblia nos muestra los aciertos y errores de muchos padres. Hoy quiero destacar algunos de los retos de la paternidad haciendo referencia a ciertos personajes bíblicos. Quizá no solo quienes ya son padres quieran oírme, sino también aquellos que contemplan la posibilidad de llegar a serlo. Y, desde luego, me gustaría mucho que escucharan estas reflexiones aquellas que acompañan a los hombre en la aventura de ser padres. Te invito a que repases los pasajes bíblicos y sus contextos para una mejor comprensión de lo aquí expuesto.

Primer reto enfrentado, la visión. 1Samuel 16

Los hijos son flechas en manos de valientes. Las flechas se disparan, se envían más allá de donde se encuentra el arquero. Igual pasa con los hijos, vienen a la vida para ir más allá de sus padres. Llegar a su destino es responsabilidad de los hijos, sin embargo, dispararlos en la dirección correcta y con la fuerza adecuada es responsabilidad de los padres.

Jesé o Isaí, padre de David, preparó a sus hijos de acuerdo con lo que veía en ellos. A los mayores los hizo guerreros y al pequeño pastor de ovejas. A unos los invitó al banquete con Samuel y al otro lo dejó cuidando ovejas en el campo. Organizó la vida de ellos y los agrupó entre sí. Cuando Samuel llega buscando al futuro rey de Israel, Jesé le presenta a siete de sus hijos.

No es sino cuando Dios los hace a un lado que Jesé recurre a su segunda opción: David. El problema de Jesé no era, de ninguna manera, un problema de amor. Era un problema de visión. Era cautivo de sus prejuicios, sólo veía apariencia y estatura. En Jesé se hace cierto que lo que ves determina tus actitudes, decisiones y acciones para con tus hijos. Determina hacia donde los diriges y la fuerza con la que los lanzas.

Los padres siempre tenemos el reto de ser visionarios. Generamos hijos para lanzarlos más allá de nosotros mismos. Ello requiere de la comunión con Dios, pues así, junto con él, es que podremos ver las cosas de manera distinta a como hemos aprendido a verlas.

Segundo reto, discernimiento. Génesis 24

Abraham es el padre de la fe. Le creyó a Dios y fue hasta donde Dios lo dirigió. Quiso lo mejor para su sobrino Lot y lucho por salvarle la vida. Fue bueno con muchos y próspero en sus negocios. También fue padre de un hijo débil. Él lo hizo débil y generó una descendencia de primogénitos débiles: Isaac, Jacob, Rubén.

Abraham amaba tanto a su hijo, que temía por Isaac. No quería que pasara por lo que él había vivido ni que sufriera lo que él había sufrido. Para protegerlo lo aisló de sus demás hermanos (lo sobreprotegió: a Isaac le dio todo lo que poseía, mientras que al resto sólo les hizo regalos. Génesis 25ss). Además, tomó por Isaac las decisiones más importantes de su vida. Lo mantuvo en casa, cerca de él, donde podía observarlo, cuidarlo y controlarlo. Sin preguntarle, dispuso de la vida de Isaac para ofrecérsela a Dios.

Tan seguro de su propio saber y tan dudoso de los atributos de su hijo, decidió que Isaac no tenía la capacidad para elegir mujer.

El problema de Abraham es que no veía la presencia, el pacto de Dios, vigente en la vida de Isaac. Podía enumerar las cosas maravillosas que Dios había hecho en su vida. No dudaba de que Dios le había dirigido y acompañado en el camino de la vida, pero no creía que Dios pudiera dirigir a Isaac.

Detrás de la sobreprotección siembre hay menosprecio. Se sobreprotege a quien se considera incapaz, débil. Sin darnos cuenta de que somos propiciadores de tal debilidad, el amor nos lleva a ver a nuestros hijos menos fuertes de lo que en realidad son.

Como padres tenemos el reto de discernir: lastinguir, separar, diferenciar. Somos llamados a desarrollar una tomografía espiritual sistemáticamente del carácter de nuestros hijos. Somos llamados a escanear a nuestros hijos en tercera dimensión, para así descubrir sus fortalezas y debilidades. Y, una vez que los hayamos discernido, somos llamados a respetarlos y a permitir y facilitar que, tomando ellos mismos sus propias decisiones vitales, estén en condición de asumir la responsabilidad de sus propias vidas.

Al discernir, al comprender, a nuestros hijos siempre encontraremos que son otros, no meros apéndices nuestros ni los continuadores de nuestros sueños de vida. Quien discierne al hijo enfrenta el hecho de la otredad del mismo. Es otro, diferente, desigual al padre y ajeno al mismo. En el discernimiento también se encuentra el reto de amar a aquel en el que no nos reconocemos, a aquel que con su otredad, pone a prueba la solidez de nuestra propia identidad.

Tercer reto, reconocimiento, afirmación. Lucas 3.22

Reconocer es examinar algo o a alguien para conocer su identidad, naturaleza y circunstancias. También es establecer la identidad de algo o de alguien. Reconocimiento es distinguir a una persona de otras. Creo que podríamos usar como sinónimo a tales términos la palabra valorar: determinar o estimar un precio o un mérito.

He conocido a muchos hombres inteligentes, capaces, prósperos, que también son hombres incompletos, fracasados, resentidos. En la mayoría de los casos que conozco, la raíz de su fracaso resulta de la relación con sus propios padres. Sus padres los amaron, los apoyaron, los lanzaron con fuerza en la dirección correcta. Pero que no estuvieron dispuestos a reconocer que sus hijos habían llegado a ser ellos mismos, ni el mérito que ello implica.

No es lo mismo ser huios que teknon. No es lo mismo ser el niño del padre, teknon, que aquel que ha alcanzado su plenitud como persona, huios. Todos los hijos tienen la capacidad para pasar de teknon a huios. Pero no siempre los padres la tienen para reconocer que sus hijos son ya huios. Tarea difícil resulta para no pocos padres el tener la capacidad de reconocer y validar el carácter propio del hijo y encontrar en él su contentamiento. Es decir, en complacerse porque su hijo es otro, distinto al padre, él mismo.

No pocos padres se han quejado conmigo de que sus hijos son más esposos de sus esposas y padres de sus hijos, que hijos de su padre. A algunos los ofende, los enoja, a la mayoría los confunde y les provoca una crisis de identidad vital. Pareciera que mientras más él es el hijo, menos él es el padre.

Llegar a ser uno mismo no es cuestión de horas, ni de días, ni de meses. Es cuestión de muchos años. Es un proceso constante que sólo termina con la muerte. La madurez tarda, pero cuando esta se persigue se alcanza. A los treinta años, o antes. Pero no es suficiente con que los hijos se conviertan en personas plenas, maduras, independientes. Su madurez requiere de ser asumida y reconocida por sus padres.

Los padres, especialmente los padres varones, tenemos el reto de no sentirnos intimidados por lo que nuestros hijos son, por lo que han logrado en la vida. Insisto, son otros, distintos a nosotros mismos, autores de sus propias historias y responsables de sus éxitos y fracasos. Salieron de nosotros, sí, pero no para convertirse en una extensión nuestra. No son nuestros clones, ni el material para nuestra realización personal. Son ellos, son de Dios, están próximos, pero son otros distintos a nosotros.

De ahí el reto que enfrentamos de reconocerlos como personas plenas, diferentes a nosotros y quizá a lo que hubiéramos deseado que fueran, pero, al fin y al cabo, ellos mismos. La evidencia de nuestro reconocimiento y validación de su ser ellos, es el contentamiento que encontramos en quienes son. Contentamiento que no es otra cosa sino el sentirnos satisfechos porque han dejado de ser los niños nuestros, para ser ellos, a su manera. Desde luego, si tal manera es a la manera de Dios, muchas mayores razones tenemos para nuestro contentamiento.

El contentamiento se hace evidente en el amor incondicional a nuestros hijos, amor que se expresa en el reconocimiento a su identidad y en la disposición a acompañarlos en su lucha por ser plenamente ellos.

Lo que nuestros hijos más necesitan de nosotros, sus padres, es que seamos nosotros mismos. No los que fuimos ni los que no quisimos ser. Que seamos padres dignos, íntegros y libres generan hijos dignos, íntegros y fuertes. Si todavía no conocemos a fondo a nuestros hijos, si todavía no sabemos bien a bien quiénes son, esforcémonos en oración y discernimiento espiritual, a conocerlos. Si todavía no los soltamos, si insistimos en no respetar sus espacios, es tiempo ya de que los dejemos ser ellos, otros diferentes a quienes nosotros queremos hacerlos. Si todavía no los reconocemos, si no los apreciamos y respetamos como otros, aceptemos ya que son ellos y no un apéndice nuestro.

Porque, no se trata de sólo ser padre, hay que ser el padre que cada uno de nuestros hijos necesita, en la etapa de vida en que se encuentra.

A esto los animo, a esto los convoco.

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