Lo que querían ver

Lucas 19.28-44 NTV

La alegría que me produce el relato de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, siempre termina con un mal sabor de boca. Mientras avanzo en la lectura de los relatos siguientes al primer domingo de Semana Santa, siempre entro en cierta crisis. ¿Cómo es que quienes gritaban ¡Dios nos ha mandado un Rey!, ¡Viva el Rey! Lucas 19.39, hayan sido los mismos que pocos días después gritaban ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!¡Nuestro único rey es el César!Juan 19.6; 15

No deja de llamar mi atención el hecho de que Lucas establezca un contraste entre el ánimo desbordado de las multitudes y la actitud de Jesús al acercarse a Jerusalén. En efecto, Lucas dice: Al perfilarse Jerusalén en la distancia, lloró. Resulta muy interesante el contraste: mientras todos sus seguidores empezaron a gritar y a cantar mientras alababan a Dios por todos los milagros maravillosos que habían visto, el hacedor de tales milagros lloraba por Jerusalén, por aquellos que lo habían recibido extremadamente alegres.

Hay una expresión clave en nuestra lectura de hoy, la que, me parece, da sentido a tan evidente contradicción. Es, al mismo tiempo, la clave para entender nuestra propia ambivalencia e inconstancia en el seguir a Jesucristo. Cuando Lucas dice (vs 37). que todos sus seguidores empezaron a gritar y a cantar, usa el término cairo. Así, podríamos leer este pasaje de esta manera: La multitud, enardecida, tendía sus mantos delante de élLucas 19.37

El verbo enardecer significa incrementar un afecto o un odio. Así que Lucas nos dice que los seguidores de Jesús eran animados por un de regocijo extremoso. Se trata, entonces de una multitud guiada, animada, por la emoción. Pero, no por una emoción cualquiera, sino por una emoción exagerada, exacerbada por el ambiente emocional que todos construían.

¿Por qué llorar por los que están contentos? ¿Por qué no se contagió Jesús de la alegría desbordante de sus seguidores?

Jesús sabía que detrás de tanto gozo se escondía una ignorancia que terminaría por destruirlos. Eran ignorantes respecto de la obra, el propósito, los tiempos y la voluntad divina. Una ignorancia compleja, porque viendo, no veían. Escuchando, no entendían. Jesús se refiere al peligro de dicha ignorancia cuando le dice a Jerusalén: Oh, si comprendieras la paz eterna que rechazaste… pero ya es demasiado tarde¡Si en este día tú también entendieras lo que puede darte paz! Pero ahora eso te está escondido y no puedes verlo. Lucas 19.42 DHH

El problema de aquella gente consistía en que veían lo que querían ver y no lo que estaban viendo. Veían un Rey, sí, pero tercamente se negaban a verlo montado en un burrito. Este es, también, un dilema presente, un problema nuestro. Porque un rey en un burrito no es lo que se desea ver. Todos queremos ver un rey montado a caballo, un rey poderoso y no humilde. Queremos ver, en Jesús, y en aquellos a quienes hacemos nuestros ídolos, a aquellos que vienen a darnos lo que estamos esperando.

Este es un problema que sobrepasa el ámbito religioso y termina por afectar el todo de nuestra vida. Tiene que ver con nuestras expectativas y cómo estas alteran nuestra capacidad de discernir nuestras experiencias, así como la viabilidad, la congruencia y aún la conveniencia de lo que esperamos.

Tal alteración de nuestra capacidad, a la que Jesús se refiere diciendo: si comprendieras la paz eterna que rechazaste… si entendieras lo que puede darte paz, resulta tanto de nuestra ignorancia como de lo que se ha dado en llamar, nuestra disonancia cognitiva. El término se refiere a la dificultad de manejar dos informaciones o conocimientos diferentes simultáneamente.

En nuestros días estamos siendo atrapados y arrebatados por la alegría desbordada de las multitudes. Por el poder y la influencia de los muchos. Es decir, hemos aprendido a pensar que la razón que sustenta, que lo que hace la verdad de las cosas, es el número de personas que apoya tal o cual idea o posición.

Por ejemplo, en nuestros días, la frecuencia de cuestiones tales como el divorcio, las disfunciones familiares, la violencia doméstica, la falta de compromiso en la pareja, etc., hace que estas sean normalizadas. Es decir, que se consideren lo propio, después de todo, si todo el mundo lo hace, si a tantos les pasa, entonces está bien, forma parte de la vida. Como dijera recientemente un destacado político mexicano, ante el secuestro de alrededor de cuarenta personas, incluyendo niños, mujeres y ancianos, por la delincuencia organizada: no hay que tener miedo, desafortunadamente, son cosas que pasan. (sic)

En cuestiones sociales y políticas el sustento popular como el determinante de lo que es verdadero, resulta cada vez más abrumador. Si los gobernantes que hacen de la mentira su principal instrumento de gobierno, tienen muchos seguidores, entonces sus mentiras deben ser asumidas como verdad. No importa un candidato a un puesto popular sea un violador, o corrupto, o mentiroso, si son muchos los que asisten a sus eventos o los que están dispuestos a votar por él, o por ella.

En el terreno de lo religioso, aún en las comunidades cristianas, la principal razón para creer o rechazar alguna cuestión es el número de seguidores, la influencia mediática, que tiene quien enseña tal o cual cosa. El sustento no lo es la ortodoxia bíblica o doctrinal de la enseñanza del que es famoso, sino el número de asistentes a sus reuniones.

Lo interesante es que todos tenemos frente a nosotros la evidencia de los hechos. Sin embargo, aun cuando la evidencia no dé sustento a nuestras elecciones, elegimos creer, decidimos ver aquello que coincide con nuestras expectativas. El problema de la multitud en Jerusalén es que veía la celebración de su entrada a Jerusalén como una victoria, como el momento deseado de la coronación de su rey.

Todo ello, a pesar de que lo habían escuchado decir, una y otra vez, que cuando subiera a Jerusalén, sería traicionado y entregado a los principales sacerdotes y a los maestros de ley, quienes lo condenaría a muerte. Lo entregarían a los romanos, quienes se burlarían de él, lo azotaría con látigos y lo crucificarían. Celebraban como si Jesús nunca les hubiera dicho que Jerusalén era el lugar donde sufriría su pasión y muerte.

En corto podemos proponer que, consciente e inconscientemente, quienes formaban la multitud decidieron, escogieron, dejar de lado lo que sabían y se dejaron llevar por lo que sentían. Lo hicieron no por ignorancia, no porque no supieran lo que iba a pasar, sino por que escogieron desconocer lo que sabían. Porque decidieron ver lo que no estaban viendo.

Lo mismo nos sucede con desafortunada frecuencia en los distintos ámbitos de nuestra vida. Ignorando lo que sabemos, decidimos creer a quienes nos dicen lo que queremos oír y asumimos como verdad lo que sabemos que no es verdad.

En tratándose de cuestiones espirituales, es decir, aquellas que definen el cómo de nuestra relación con Dios y que orientan nuestras preguntas y peticiones a él, el problema no tiene que ver con la respuesta que el Señor da a nuestras oraciones. Tiene que ver con la pregunta o petición que nosotros planteamos. Me temo que lo que da razón a nuestra relación con Dios no es quién es él, ni cuál es su voluntad revelada a nosotros. Lo que sustenta nuestra relación con él, el compromiso y la persistencia de la misma, no es quién es Dios ni cuál su propósito para nosotros, sino lo que queremos, esperamos y exigimos de él.

Si Dios es Dios, lo que él hace es perfecto, bueno y agradable. Pero ello sólo podemos apreciarlo cuando nuestras expectativas están en sintonía, es decir, en igualdad de frecuencia, con su voluntad. Cuando tal sintonía no existe, tendemos a rechazar la oportunidad que Dios nos da; nos negamos al tiempo (kairos), de nuestra visitación. Lucas 19.44

Porque, no se trata de cuán sinceros seamos, ni de qué tanta sea nuestra emoción, al pedirle a Dios que haga esto o aquello. Se trata de si lo que pedimos está en el orden de su voluntad. Y si nuestra vida, nuestra fidelidad y santidad, son terreno propicio para que la voluntad del Señor se cumpla en nuestras vidas.

¿Qué sustenta nuestra relación con Dios? ¿Qué anima nuestro seguir a Cristo? Si son las emociones, estas fructificarán en frustración y rechazo. Si es el conocimiento personal, sustentado en su Palabra y alimentado por la oración, el resultado será certidumbre, fidelidad y gozo permanente.

Creo que, muy dentro de nosotros, el Jesús de la Semana Santa no es el Jesús que nos anima a seguirlo y a imitarlo. Nos gusta mucho más el Jesús de la multitud del Domingo de Ramos, que el Jesús del Viernes Santo. Notemos que Jesús, cuando se acerca a Jerusalén, no llora por lo que él iba a enfrentar en esa ciudad. Llora por quienes, cegados por sus emociones, no entienden el todo del camino del Señor.

Seguir a Jesús por el camino, es un continuo pasar de la entrada triunfal al Calvario y de este a la resurrección. En Jesús no hay engaño ni simulación. Jesús nos muestra lo que es la verdad y nos convoca a discernirla en medio de la alegría desbordada y de la tristeza profunda. Nos anima a mantener firme nuestra fe y nuestra fidelidad en la luz y en la oscuridad.

Mantenernos firmes y fieles es don de gracia que recibimos- Pero, también, es fruto de nuestra fe y de nuestra confianza en lo que él nos ha dicho y no en lo que sentimos. A veces las dificultades de la vida nos llevan a vivir la ansiedad del momento porque olvidamos, no sólo nuestra experiencia pasada en situaciones similares, sino lo que Dios nos ha revelado en su Palabra y las promesas que el Señor nos ha hecho en la misma y de manera muy íntima por la revelación de su Espíritu santo.

Suele suceder que tomamos decisiones impulsados por las emociones que nos animan, por nuestros deseos y por nuestras frustraciones sin tomar en cuenta lo que el testimonio de nuestra consciencia nos da, y el discernimiento del Espíritu, nos indican y recomiendan. El mayor peligro resulta del compartimentar nuestra vida asumiendo que lo que se da en una de sus esferas no afecta al resto de las mismas. Que lo que hacemos animados por nuestras emociones sinceras, no tiene que ver con lo que el Espíritu ha revelado a nuestra mente. No olvidemos que todo tiene que ver con todo. Así, todo tiene que ver con nuestra espiritualidad y, por el tanto, el todo de nuestra vida tiene que ver con el cómo de nuestra relación con Dios.

Alimentémonos de su Palabra y confirmemos lo que la misma nos revela mediante la oración. Ante la presión que ejerce sobre nosotros la multitud que nos rodea, mantengamos nuestra identidad. No dejemos que este orden, este mundo, -ignorante y desobediente de Dios- nos moldee. Renovemos nuestra mente y así vivamos confiadamente el momento, kairos divino que el Señor nos permite vivir. Es decir, aprovechemos el tiempo de nuestra oportunidad que a Dios le place revelarnos para que lo vivamos en comunión con él.

A esto los animo, a esto los convoco.

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