Cuán efímero soy

Salmo 39.4

En 1986, como consecuencia del apoyo que prestamos a las organizaciones populares de damnificados por los sismos del 85, sufrimos de presiones, intimidaciones y de diversas amenazas desde diversos sectores gubernamentales. En algún momento, las intimidaciones se convirtieron en amenazas de muerte. Al comentar una de tales llamadas con una persona que había pasado por lo mismo en su país, esta me miró calmadamente y me dijo: No te dijeron nada que tú no sepas… te vas a morir.

A treinta y siete años de distancia sigo agradeciendo la sabiduría de tal declaración, misma que me ha ayudado a ver la muerte, y, sobre todo, la vida desde una perspectiva diferente.

En los últimos días he recordado esto motivado, más por las complejas consecuencias de la pandemia que pareciera hemos superado y que, sin embargo, sigue estando presente, que por los efectos mismos que la enfermedad misma ha causado entre nosotros. Al respecto, recuerdo la oración del pastor Kevin Antlitz: Esta pandemia es simplemente cruel. Señor, ten piedad, no solo de nuestros cuerpos, sino de nuestros corazones atribulados, de nuestra salud mental vacilante, de nuestras relaciones tensas y de nuestra alterada vida pública y profesional. ¡Cuánta razón encierra esta oración!

Desde luego, es la preocupación, es decir, ese estado de desasosiego, inquietud y temor ante el problema, la consecuencia más evidente de los desajustes provocados por la pandemia y sus efectos entre nosotros. Aquí propongo a ustedes, que tal estado de desasosiego, de intranquilidad y ansiedad, resulta de la sorpresa que nos provoca el descubrirnos, de repente, tan débiles y frágiles ante la realidad de la vida.

Ello porque la amenaza que representa el coronavirus -que no distinguió entre viejos y niños, ricos y pobres, creyentes e incrédulos, buenos y malos- vino a hacer presente una verdad que hemos sabido siempre, pero, que hemos aprendido a ignorar, a mantener fuera de nuestra cosmovisión personal, familiar y social. Tal verdad es que somos mortales y, como me recordó mi amiga, vamos a morir.

Estudiosos sociales, religiosos, filósofos y observadores de la conducta humana coinciden que la pandemia que, de alguna manera, aún enfrentamos, al hacer evidente la fragilidad humana ante la autonomía de la vida, puso de manifiesto un desorden vital, es decir, un acercamiento inadecuado a las cuestiones fundamentales de la vida.

Se ha hecho evidente que quienes viven en automático, sin considerar la naturalidad de la muerte, es decir, que es natural que la vida se acabe, terminan por engañarse a sí mismos, dando mayor valor a lo que no lo tiene y desentendiéndose de lo trascendente.

Asumiendo que la vida dura para siempre, no se ocupan de valorar, cultivar y privilegiar lo que da sentido a la misma. Ello porque para quienes viven en automático, insensatamente, es decir sin tener un sentido de vida, lo secundario se vuelve lo principal, pero sin el cimiento que hace a este lo esencial del ser y del quehacer humano.

Déjenme tratar de explicarme con este ejemplo. Paradójicamente se ha utilizado la expresión aislamiento social para referirse a la toma de distancia física que, se insiste, previene del coronavirus. Todavía esta semana, al hacer cola en el Seguro Social para recibir mis medicamentos, pude notar el recelo de algunos al sentir que la persona de atrás estaba demasiado cerca suyo. Sobre todo, si esa persona tosía o estornudaba sin llevar puesto su cubrebocas.

Sin embargo, superados los momentos iniciales y torales de la pandemia, cada día se tienen más elementos para reconocer que la convivencia forzada de los familiares, el que tuvieran que vivir encerrados en espacios reducidos por largos períodos de tiempo, sólo hizo evidente al aislamiento como la realidad cotidiana de muchas familias con o sin pandemia.

La pandemia sólo vino a poner sobre la mesa la separación existente, física y afectiva, de muchas familias. Separación que va desde la pasividad relacional hasta las diversas manifestaciones de violencia intrafamiliar, mismas que revelan el descuido que unos y otros tenemos respecto de las cosas importantes de la vida: del cuidado y cultivo de nuestras relaciones más cercanas, por ejemplo.

Descuido este que es fruto de la prioridad que damos a cuestiones que, si bien son importantes, no lo son más que el fortalecimiento de nuestros lazos familiares, o que la formación integral de los hijos, o el cuidado de los más vulnerables, o el respeto a nuestros cónyuges, etc.

Y es que asumir que la vida dura para siempre o que podemos prolongarla con nuestros recursos, conlleva el error de considerar como propios, normales y renovables los recursos vitales. Pero quien considera normales las cuestiones torales, las más importantes, de la vida deja de apreciarlas, y, por lo tanto, de cuidarlas. Además, quien considera que menores o prescindibles las cuestiones torales de la vida: la comunión con Dios, el cuidado divino, el amor, el afecto, la familia, el aprecio mutuo, etc., resultan incapaces de apreciar la dimensión extraordinaria de las bendiciones que enriquecen su vida.

Quienes normalizan las cuestiones extraordinarias de la vida, dejan de sorprenderse por el plato de comida frente a ellos, por el beneficio de contar con un techo donde pueden protegerse… del hecho mismo de que al abrir la llave salga el agua que necesitan. Y, en tratándose de los creyentes, qué decir de la pérdida de consciencia y aprecio de la bendición de la salvación que Dios nos ha dado en Jesucristo, o de la bendición que resulta ser la familia de la fe, o la bendición que resulta de la esperanza bienaventurada que da ánimo, consuelo y fortaleza a nuestra vida.

En nuestro salmo, el salmista ora, suplica, que Dios le permita tener otro acercamiento a la vida. No quiere que su punto de referencia sea lo que tiene, lo que ha logrado. Le pide a Dios que le ayude a saber cuán efímero es. Esta es una súplica interesante. El término efímero no es muy conocido, el diccionario de Word, el procesador de palabras más usado en el mundo, no lo incluye.

Pero tú y yo sabemos que efímero es lo que dura poco tiempo o es pasajero. Lo que sólo tiene razón de ser cuando cumple un propósito, un objetivo. Así, el salmista no quiere saber qué tan fuerte es, pide ayuda para estar consciente de su fragilidad. O, como dice la traducción PDT, el salmista pide saber qué tan corta será mi vida. Más aún, la RVA2015, traduce el mismo pasaje así: Hazme saber, oh SEÑOR, mi final, y cuán sea la medida de mis días. Sepa yo cuán pasajero soy.

Al retomar la normalidad de la vida, al volver a salir a la calle, al regresar al trabajo presencial, a los salones de clase, aún a los Cultos presenciales suspendidos por casi tres años, enfrentamos un hecho significativo: casi todas las personas con las que nos reencontramos saben de alguien que ha muerto durante la pandemia, así como de quienes enfermaron y sufren todavía las consecuencias del COVID.

Si a ello sumamos los retos que estamos viviendo en esta etapa de la vida, enfermedades, relaciones disfuncionales, la violenta polarización de la sociedad, la incertidumbre provocada por la vejez, propia y de los nuestros, etc., considero que se nos presenta la oportunidad de la conversión. Es decir, la de cambiar nuestra manera de pensar, del volvernos a Dios y caminar la vida en sentido contrario a como lo hemos venido haciendo.

Para empezar, reconociendo la naturalidad y la cercanía de la muerte. Conviene y se hace necesario que aprendamos a vivir sabiendo y teniendo presente que nuestra vida tiene un final. Que a menos que Jesucristo venga por segunda vez, los que hoy estamos vivos, vamos a morir.

Por ello resulta de especial interés que, en el texto hebreo, cuando el salmista le pide a Dios que le permita reconocer cuán frágil es, utilice la expresión: déjame saber que soy vacante, que siempre estoy disponible. Es decir, que no tengo asegurado mi lugar en esta tierra permanentemente. Que mi lugar puede quedar vacío en cualquier momento.

Un pastor dijo: a ninguno de nosotros se le ha prometido un mañana.

Para el cristiano, la vida terrenal es apenas una transición, la introducción a la vida eterna y por ello somos llamados extranjeros y peregrinos en esta tierra, como nos llamara Pedro. Y, como alguien dijo, dado que somos extranjeros y peregrinos somos llamados a no colgar cuadros en las paredes de nuestra vida. Porque, como quien está de paso en una habitación de hotel, no conviene que adornemos aquello en donde ahora estamos y mañana ya no.

A la luz de la fe, el creyente debe estar convencido, y puede confiar en ello, de que el término de esta vida terrenal es principio y no final. Que estando en Cristo es victoria y no fracaso.

Quien vive con tal conciencia de precariedad no pierde. Por el contrario, obtiene mucho más que quien vive asumiéndose fuerte, lleno y como si su vida no tuviera un final. Porque quien se asume frágil aprende a tener mayor cuidado de sí mismo y de los dones de vida recibidos. Sabe que ni él mismo, ni lo que tiene, poseen garantía de permanencia.

Así que al reconocer la dimensión extraordinaria de tales dones no sólo mantiene su capacidad de asombro ante los mismos, sino que los valora y administra de manera diferente.

Aprecia, cuida y comparte lo recibido al saber que ni es suyo ni resulta de su esfuerzo. Como sabe que lo que tiene no es suyo, ni siquiera su propia vida, puesto que sólo es un administrador, un mayordomo de los dones recibidos, aprende a vivir para honra y gloria de Dios, dueño y Señor de todo, abundando así en su comunión con él. Y, desde luego, quien valora, disfruta profundamente lo que ha recibido.

Propongo a ustedes que quien se asume frágil y agradecido encuentra el camino de la paz, la tranquilidad y la confianza. Primero, porque sabe que en estricto sentido la vida no depende de lo que él, o ella, es, hace o pueda hacer o dejar de hacer. Comprueba que la vida es don y que nosotros somos tierra en la que la semilla de la vida es sembrada. Porque no somos nosotros los creadores de la vida ni quienes la hacemos fructificar, sino Dios en nosotros quien da vida y produce el fruto que se ha propuesto producir en y al través nuestro.

Quien descubre esto, también comprueba que así como los dones que recibimos son de Dios, también nosotros lo somos. Ello significa que lo que somos lo somos en él y que lo que vivimos lo vivimos también en él. Estamos en él… estamos seguros, entonces. Es por eso por lo que junto con el Apóstol Pablo podemos vivir convencidos de que, si vivimos, queremos hacerlo para servir a Cristo, pero si morimos, salimos ganandoFilipenses 1.21 TLAI

Porque aunque nuestro cuerpo se muera, nosotros seguiremos estando vivos. Al morir, dormiremos esperando el día glorioso de nuestra resurrección. Y, cuando llegue ese glorioso día de nuestra resurrección, cuando Jesucristo venga en gloria, habremos de comprobar que nuestra fragilidad se convertirá en eternidad y que viviremos para siempre en la presencia y comunión de nuestro buen Dios.

Vivamos sabiamente, reconozcamos nuestros límites, honremos a Dios en el todo de nuestra vida. Alimentemos así la esperanza bienaventurada a la que hemos sido llamados.

A esto los animo, a esto los convoco.

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