La familia acabará por destruirse
Marcos 3.25 TLAI
Hace algunos días, mi esposa comentaba su tristeza por las peleas que cierta familia está enfrentando. Lo peor, me dijo, es que una familia así se vuelve un cáncer para la iglesia. Con sarcasmo, pero también con mucha tristeza e impotencia, le contesté: Uy, en ese caso ya parecemos el piso de oncología de cualquier gran hospital. Y es que, desafortunadamente, cada vez es mayor el número de familias cristianas que están atrapadas en dinámicas de conflicto, resentimiento y cobros de factura.
En algunos casos, este deterioro es el resultado de años de conflictos no resueltos así como de la inmadurez de algunos de los involucrados. En otros casos, las crisis de la vida, persona y familiar, se convierten en los disparadores de dinámicas disfuncionales y tóxicas. Pero, me parece, la razón principal que explica esta condición generalizada es el hecho de que la fe que profesan quienes están atrapados en tales dinámicas, no aterriza. Es decir, la fe no se vive en la cotidianidad personal y familiar.
Dicen que cuando Jürgen Moltmann, teólogo alemán, visitó las iglesias pentecostales chilenas, al ser cuestionado respecto de lo que más le había impresionado en su visita, dijo que lo más impactante le había resultado ver a mujeres emocionadas hasta las lágrimas al escuchar mensajes de amor y perdón desde el púlpito, y comprobar que al salir del templo seguían mostrando su menosprecio y rencor para quienes las habían lastimado. Algo parecido sucede al interior no de pocas familias cristianas.
Lo que hemos aprendido, aún aquello que enseñamos con tanta convicción y emoción, no quita el hecho de que nuestras relaciones personales y familiares no siempre están determinadas por lo que creemos y enseñamos. En no pocas familias se hace evidente una dualidad conceptual, la fe está bien para la vida espiritual, pero poco o nada tiene que ver con nuestro aquí y ahora. Con la tarea que tenemos de hacer presente a Cristo en nuestro aquí y ahora.
Creo que además de la disonancia intelectual que se hace evidente, en el sentido de que nos negamos a ver lo que estamos viendo respecto de nuestra incongruencia cristiana, algo que anima la pervivencia de tales patrones disfuncionales es la idea mágica, que no fe, de que Dios se encargará de arreglar las cosas o, cuando menos, de impedir que nuestra manera de relacionarnos tenga mayores efectos colaterales. Pensamos que, si pedimos, aunque no vivamos en consecuencia, Dios restaurará nuestras familias e impedirá que las mismas sean destruidas.
Tal cosa no parece ser la convicción de Jesús. Él simplemente expresa: Si los miembros de una familia se pelean unos contra otros, la familia también acabará por destruirse. No hay vuelta de hoja en la perspectiva de Jesús, las peleas familiares terminan por destruir a las familias.
Las peleas familiares, la animadversión familiar, ese sentimiento de oposición, enemistad o antipatía que se tiene hacia una persona, es mucho más que una cuestión de gritos y sombrerazos. Es, sobre todo, una cuestión de madurez espiritual que se traduce en una actitud vital ante alguno o los demás miembros de la familia. Alguien ha dicho que la madurez espiritual es el grado alcanzado de juicio, sensatez, prudencia, experiencia, conocimiento, práctica, sabiduría.
Mientras menor el grado de madurez alcanzado por la persona, más nociva resulta esta para el todo de la dinámica familiar. Podemos proponer aquí que los conflictos familiares empiezan siendo conflictos personales. Y que unos y otros son o se convierten, irremediablemente, en conflictos espirituales. Santiago nos advierte que lo que provoca las guerras y los pleitos entre nosotros, son las pasiones que luchan dentro de nosotros. Santiago 4.1 NBV
Pablo, por su parte, asegura a los efesios que no estamos peleando contra fuerzas humanas, sino contra poderes y gobernantes espirituales, contra los señores de las tinieblas de este mundo, contra las fuerzas espirituales de maldad que están en los cielos. Efesios 6.12 VBL
Así que, además de su origen personal y espiritual, las peleas familiares, como he dicho, no se limitan a los gritos y sombrerazos. Son, sobre todo, una cuestión de actitud, insisto. Actitud es, dice el diccionario, la manera de estar alguien dispuesto a comportarse u obrar. Otros han agregado que desde la perspectiva bíblica, se trata del cómo hacemos las cosas, como reaccionamos, como nos expresamos, como nos desarrollamos e interactuamos con la sociedad. Ambas definiciones se refieren a la inclinación, favorable o desfavorable, que consciente e inconscientemente tenemos hacia el otros.
La inclinación, favorable o desfavorable, hacia el otro se convierte en el motor de nuestras relaciones con él. Lo que hay en nosotros, sea que esté o no bajo el señorío de Cristo, determinará el todo de la manera en que nos relacionamos con los miembros de nuestra familia. Quien grita lo hace porque su espíritu está inclinado de manera desfavorable hacia a aquel a quien le grita. Lo mismo quien agrede, quien ofende, quien envidia, quien lastima. El problema principal no es el cómo se manifiesta lo que está en su corazón, sino, precisamente, lo que está en el mismo.
Jesús dijo que de la abundancia del corazón, habla la boca. Es decir, es nuestra actitud hacia el otro lo que determina el cómo de nuestra relación con él. La actitud es el fondo, todo lo demás es pura forma. Así que, en tratándose de las relaciones familiares, conviene mucho más ocuparnos del fondo que de la forma de las mismas. Podemos ser esposos tranquilos, pero con una actitud de menosprecio, animadversión, desinterés, etc., hacia nuestra esposa. Podemos no alzar nunca la voz en contra del esposo, pero al mismo tiempo no apreciarlo, no respetarlo ni amarlo. Insisto, el problema no es la forma, es el fondo.
Conviene también considerar eso de la destrucción de la familia. Generalmente asociamos el término destrucción al rompimiento evidente, a la caída de alguna cosa. Destruir, según el diccionario es deshacer o reducir a trozos pequeños una cosa material. Uno de los problemas es que no pocas familias permanecen juntas en medio de las peleas constantes que protagonizan. Como hacen la vida juntas, se siguen hablando, los esposos siguen durmiendo en la misma cama, los hijos regresan a casa cada noche, etc., entonces no existe la consciencia de la destrucción que se está viviendo.
Pero, también la destrucción es una cuestión de fondo antes que de forma. El rompimiento de la armonía, de la confianza, de la predisposición favorable mutua, del interés común, etc., pueden no verse a simple vista, pero no por ello no existen. Mi suegra decía: no me digas cómo me veo, mejor pregúntame cómo me siento. Conviene considerar este dicho respecto de nuestra familia.
¿Por qué nos sentimos solos, incomprendidos, humillados, ignorados, agredidos, si todo parece estar bien, ser normal? ¿Por qué las crisis de la vida pueden acelerar la separación, el distanciamiento, los pleitos públicos de las familias? ¿Cuándo empezaron a divorciarse las parejas que acuden ante un juez para que las divorcie? Como con los edificios que caen cuando tiembla, conviene preguntarnos cuándo fue que el edificio familiar empezó a derrumbarse.
Jesús aseguró que una familia Si los miembros de una familia se pelean unos contra otros, la familia también acabará por destruirse. El término usado por Jesús, traducido en nuestro pasaje como destruirse, significa no podrán estar de pie ni continuar sanos y salvos, no podrán mantener el equilibrio. Cuando la familia se pelea, pierde el equilibrio, el balance. Lo pierde como familia, pero también lo pierden sus integrantes en lo personal.
Esta es una pérdida que se hace evidente en el corto plazo, pero también en el mediano y largo plazos. Hemos visto a los niños llorar, hasta enfermarse, cuando sus padres se pelean. A los adolescentes y jóvenes renegar de la fe ante la infidelidad de sus padres. A mujeres y hombres derrumbarse en las adicciones o en la promiscuidad sexual, ante las faltas de sus cónyuges. Hasta conocimos a quiénes se suicidaron ante una crisis familiar. Ojalá y todo terminara ahí, por más tristes y dramáticas que tales cosas resulten. Pero, no. La destrucción, la pérdida del balance personal y familiar trasciende, aún, a las generaciones. Marca a las personas y a las familias de por vida, la suya y la de sus descendientes.
¿Qué es lo incómodo del dicho de Jesús: la familia también acabará por destruirse, en este contexto. Me atrevo a proponerte que lo más incómodo del dicho de Jesús es que deja a Dios fuera del quehacer familiar y sus consecuencias. Más incómodo resulta el que Jesús deja la responsabilidad de la salud y el equilibrio familiar en nuestras manos.
Jesús no dice, bueno, van a tener problemas, se van a pelear, pero si le piden ayuda a Dios, él vendrá a arreglar las cosas. Tampoco dice, no se preocupen, Dios tiene un propósito en todo lo que pasa. Así que tranquilos y dejen que él cumpla su propósito en ustedes. Menos aún dice: Mientras oren, cante, lean la Biblia, vayan al culto y diezmen, tranquilos, su familia seguirá estando unida y sana. No, Jesús no dice nada parecido. El simplemente asegura: la familia que se pelea acabará por destruirse.
Así que, si no quieres que tu familia sea destruida, reducida a trozos pequeños, deja de pelear. Toma en cuenta que mientras sigas peleando, lo hagas a gritos o amablemente, estarás contribuyendo a la destrucción de tu familia y de aquellos a los que amas en lo individual. Toma en cuenta, por favor, que lo que todo lo que sembramos da fruto. Y, que de las semillas de la amargura, de la ira y del coraje, no puede cosecharse ni vida, ni paz, ni seguridad ni, mucho menos, el equilibrio de vida necesario para la familia y para sus integrantes.
En las peleas familiares nos volvemos egoístas, siempre estamos nosotros por delante del otro, de los demás. Quien importa, soy yo. Quien tiene la razón, soy yo. Quien necesita, soy yo. Quien tiene el derecho, soy yo. Bueno, no podemos construir una relación familiar sana si no consideramos a los demás y si no nos ocupamos de su importancia, su razón, su necesidad, su derecho. Cambiar el switch de nuestro enfoque requiere de nuestra humildad, de nuestra prudencia y del ejercicio de nuestra dignidad.
Sobre todo, requiere que vivamos nuestra relación familiar a la manera de Cristo. Negándonos a ser parte del problema y que nos consideremos como agentes de cambio que vencen con el bien el mal. Que seamos humildes no significa que aceptemos como válidas las ofensas del otros ni que toleremos el ser humillados. Requiere que respondamos a la manera de Cristo, amando a quien nos ofende, intercediendo por él. Pero también confrontándolo con caridad y firmeza, hasta el extremo, si este es necesario, de marcar nuestra raya y alejarnos de él. Es decir, que reestructuremos nuestro modelo de relación familiar e interpersonal. Mateo 18
Si no queremos que nuestra familia sea destruida, dejemos de pelear carnalmente. Seamos familia a la manera de Cristo.
A esto los animo, a esto los convoco.
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30 octubre, 2023 a 05:32
En la práctica, ¿cómo es ser familia a la manera de Cristo?
Gracias.
22 septiembre, 2025 a 08:32
estoy viviendo algo así mucha crítica y malos comentarios por parte de la familia se apoyaron en su propia razón me juzgaron y me sentenciaron a vivir alejada de ellos
yo solo he callado y ahora no sé si fue buena idea, quize ir a la persona familiar que creí que tenía un poco más de madurez espiritual y fue la que me respondió con más dureza y me apartó de los otros sigo orando se que el señor me a perdonado espero que me dé la oportunidad de restaurar mi lugar en la familia de mi esposo junto con mis hijos
27 septiembre, 2025 a 14:18
Oro por usted, el Señor le dé su dirección, fortaleza y consuelo.