Esto no está bien
2 Reyes 7.3-11
Sólo podemos acercarnos a entender la crudeza de nuestro relato si conocemos la condición que vivía la ciudad de Samaria, la capital del reino de Israel. Esta, la ciudad real, después del asedio sufrido por parte de Siria, enfrentó la hambruna, la enfermedad y la muerte. Muestra de ello es que hubo mujeres que se comieron a sus propios hijos.
El sitio de Samaria es una de esas experiencias humanas que no parecen tener sentido. Que sorprenden no sólo por la crudeza del sufrimiento vivido, sino por el hecho de que este no distingue entre clases sociales, buenos y malos, razas, etc. Afecta a todos y a todos los hace iguales ante el embate de la tragedia. Situaciones que provocan condiciones que, si las llegamos a imaginar, supondremos que les pasarán a los otros, pero no a nosotros. Pero que, cuando se manifiestan, descubren que, en efecto, todos somos iguales ante la tragedia.
Desde luego, siempre hay quienes viven las tragedias de otro modo, con una perspectiva diferente. Como los leprosos de nuestra historia. Aún en los tiempos de abundancia, su suerte ya era una desgracia. Marginados, despreciados e impedidos. Vivían de la caridad de los que los menospreciaban y temían. No pocos les arrojaban sobras de comida no por compasión, sino para alejarlos de sí mismos y de los suyos. Aun los que los amaban, los marginaban, los negaban y los rechazaban.
Ante el recrudecimiento de la tragedia, estos hombres, deciden enfrentar el riesgo de la muerte ante las dificultades que la vida representaba por el sitio de Samaria y las consecuencias colaterales por ellos sufridas.
En una situación extrema, se deciden por soluciones extremas.
Deciden ir a buscar vida entre los que los han condenado a la muerte. En Samaria no había más lugar para ellos porque las sobras de comida que antes les daban se habían convertido en el alimento que daba esperanzas de vida a los pocos que todavía contaban con esas sobras para comer.
Siempre he pensado que el dolor más doloroso que enfrentaban los leprosos no era el de las carencias que enfrentaban, sino el que les producía el saberse rechazados y profundamente menospreciados por los suyos.
Rechazo y menosprecio tales que les orillaron a buscar ayuda entre los que, repito, les habían condenado a muerte, los soldados sirios.
Consideremos la amargura, el resentimiento y rencor que anidaba en sus corazones al verse obligados a salir a terrenos de mayor inseguridad, incertidumbre y riesgo. Todo porque en Samaria no había lugar para ellos ni tampoco había quién los amara.
Al llegar al campamento enemigo, abandonado y lleno de comida y riquezas, son estos hombres los que descubren y son confrontados por el quehacer milagroso de nuestro Dios. Como tantas veces en la historia bíblica, son los menospreciados los primeros beneficiados de la gracia divina. El autor sagrado dice que los leprosos fueron de carpa en carpa, comieron y bebieron vino… Ya saciada su hambre, sacaron plata, oro y ropa y escondieron todo. como primera reacción a la bendición enfrentada. Creo que vivieron un momento de profunda y gloriosa reivindicación.
Uso el término reivindicación, en el sentido de que reclamaron como propio todo lo que estaba a su alcance. Al poder disfrutar tan inesperada abundancia, concluyeron que deleitarse con todo aquello era su derecho, porque, por fin, se les hacía justicia. No sólo porque como samaritanos habían sufrido el injusto juicio de los enemigos sirios. Sino porque, finalmente, tenían lo que los suyos les habían negado y privado, quizá, desde que eran pequeños.
Tanto tiempo siendo los otros, los menospreciables, y ahora eran ellos, los dueños, los saciados, los ricos y poderosos.
El sufrimiento nos hace egoístas y resentidos, pero, paradójicamente es la abundancia la que revela nuestras envidias y resentimientos. Dice la Biblia que entre las cosas más insufribles de la vida encontramos al sirviente que llega a gobernar, a la mujer que de sirvienta se convierte en la señora de la casa y al tonto que llega a ser muy rico. La abundancia, por más raquítica que sea, revela lo que somos, hace visibles nuestros valores.
Sabemos de muchos casos de quienes han aguantado, se han humillado y guardado silencia en sus etapas de sometimiento. Pero, que se vuelven feroces, egoístas y abusadores cuando, por fin, la revolución les hace justicia.
Nuestros leprosos disfrutaron su momento de gloria, sabían que su vida iba a cambiar a partir de ese momento. Que, aunque seguirían estando leprosos, ahora los demás se dirigirían a ellos llamándolos: Señor Leproso o Don Leproso.
Pero, en tal efervescencia vivida, hubo un momento incómodo de iluminación moral y espiritual. Se dijeron entre ellos: Esto no está bien. Hoy es un día de buenas noticias, ¡y nosotros no lo hemos dicho a nadie! ¿Cuáles eran las buenas noticias? En principio que el sitio se había terminado porque los soldados enemigos habían huido. Pero ¿cambiaban las cosas en esencia, se había acabado el sufrimiento? Es cierto, desde luego, que hubo cosas que cambiaron, la comida abundó y cualquiera podía comer hasta hartarse.
Pero, empezaban los días en los que se tenía que enfrentar el hecho de que la vida no podría volver a ser jamás, la misma. Que como en toda tragedia humana, sea causada por la naturaleza o por la maldad de los hombres, el tiempo de recuperación que sigue a la terminación de la tragedia resulta, casi siempre, mucho más doloroso, traumático y difícil que la tragedia misma.
¿Cómo podría enfrentar la vida la madre que comió a su hijo, pensando que en poco tiempo también ella moriría? ¿Cómo llenar los vacíos dejados por los que habían muerto? ¿Cómo restaurar las relaciones dañadas por la tragedia? ¿Cómo volver a creer, a tener esperanza? ¿Cómo relacionarnos de nuevo con el Dios que permaneció ajeno y silencioso ante tanto dolor y súplicas inútiles?
El final del sitio no significó el final de la muerte, prueba de ello es que el funcionario del rey, quien no creyó en la palabra del profeta, paradójicamente fue aplastado y murió bajo los pies de quienes salieron a buscar pan al campamento abandonado por los sirios.
Considerar esto podría parecer un desmentido a la declaración de los leprosos: Hoy es un día de buenas noticias. Pero no, no hay lugar para tal desmentido. Porque lo cierto es que la tragedia que vivía Samaria no quitaba la realidad de gozo que los leprosos vivían. Del gozo de pocos que habría de convertirse en el gozo de muchos en medio de las dificultades, tristezas y pérdidas que enfrentaban.
La tristeza de la ciudad no invalidaba la alegría producida por el campamento sirio abandonado. Así es la vida, una mezcla extraña de carencias y abundancia, de tristeza y alegría, de pesar y esperanza.
Alguien ha dicho que cuando leemos nos leemos a nosotros mismos. De ser así, propongo a ustedes que nosotros, los cristianos, somos los leprosos de nuestro aquí y ahora. Porque, si bien nuestra suerte no es distinta a la que muchos, millones enfrentan, en nuestra moderna Samaria universal, nosotros somos bendecidos abundantemente, sin merecerlo, por pura gracia.
En efecto, todos los que formamos parte de la Iglesia de Cristo, venimos de realidades en las que el pecado dominaba nuestra vida. Entre nosotros hay quienes están marcados por sus familias disfuncionales. También quienes estuvieron sujetos a adicciones, violencia y otras experiencias que les han marcado. Aunque Cristo nos ha regenerado, llevamos todavía las heridas que dan testimonio de nuestro pasado samaritano.
Pero, aunque también somos habitantes de esta Samaria terrenal y estamos enfrentando la realidad contemporánea del pecado -misma que se expresa en las tensiones sociales, la violencia, la corrupción y sus efectos colaterales, el deterioro moral tan evidente, etc. – nosotros, como los leprosos de nuestra historia, somos beneficiados por una condición excepcional. La que yo llamaría la excepcionalidad de la gracia.
En medio de tanta tragedia nosotros somos beneficiarios de la gracia, gozamos de bendición, de fortaleza, esperanza y sustento. Nuestras vidas están llenas de Piedras de Ayuda que nos recuerdan innumerables ebenezeres. Aunque en nuestra Samaria sigue habiendo vacíos, con nosotros está el Santo de Israel. Nuestra suerte, en estricto sentido, no es diferente a la de muchos, pero, por gracia, nosotros somos diferentes ante la suerte que enfrentamos.
Hemos recibido una riqueza que nos empodera, alegra, pero que también nos supera. Como los leprosos que nunca podrían comerse toda la comida, ni vestirse con todos los vestidos encontrados, mucho menos gastarse toda la fortuna encontrada. Ello porque la riqueza que encontraron en el campamente sirio no era sólo para ellos, los leprosos, había que compartirla con los que la necesitaban.
En nuestro caso, la primera y principal riqueza es el mensaje del Evangelio, Jesucristo mismo. Y es a él a quienes somos llamados a compartir entre los que siguen estando bajo el poder del enemigo aun cuando las puertas de su Samaria se hayan abierto. Estamos rodeados de quienes viven situaciones a las que nosotros hemos vivido y necesitan de la misma liberación que hemos recibido.
Como los leprosos, nos llenamos de la bendición de Dios. La disfrutamos y, estoy seguro, queremos más de lo que ahora gozamos. Queremos ser prósperos, nosotros. Queremos que el Señor venga, por nosotros. Queremos que Dios salve a nuestros hijos y que restaure a nuestras familias.
Pero ¿y qué de quienes permanecen en Samaria? ¿Qué de aquellos que están fuera de las puertas que nosotros hemos cerrado?
Dije que nuestros leprosos tuvieron un momento incómodo de iluminación moral y espiritual. Siempre me he preguntado en qué momento vino a ellos esta iluminación. ¿Sería cuando ya no pudieron comer más o cuando descubrieron que no podían cargar con todas las riquezas obtenidas? ¿Cuando los anillos ya no les cabían en sus dedos mochos o las pulseras en los brazos? ¿O cuando se dieron cuenta que aunque tenían a su disposición muchos zapatos, sólo tenían dos pies para usarlos?
Como pastor lamento comprobar lo corto de miras que resultamos los cristianos. Todo se agota en nosotros. Queremos más de Dios para que nos dé más bendiciones. Cuando no lo hace, nuestra fe entra en crisis. ¿Por qué no me sana, por qué no me ayuda, por qué no cambia a mis hijos? ¿Qué le pasa a Dios que no se ocupa de mis necesidades?
Un leproso, un hombre maldito, resentido, revanchista, llegó al momento en el que su entendimiento fue abierto. La iluminación del Espíritu Santo vino a él y dejó de comer, dejó de probarse vestidos, de juntar la plata y el oro… y pensó en quienes en Samaria morían de hambre, estaban desolados y llenos de temor y desesperanza. Entonces comprendió todo y llegó a la conclusión de que lo que hacían, él y sus compañeros, no estaba bien. Que disfrutar las bendiciones recibidas sin compartirlas con quienes las necesitan no está bien, no honra a Dios.
Pido a Dios que cada uno de nosotros tenga la misma experiencia. A que nos propongamos que seremos diferentes al terminar este sitio que enfrentamos. Muchos han dicho que las cosas cambiarán, que después de tanto sufrimiento, naturalmente seremos diferentes, lo dudo.
Porque el cambio resulta de la conversión y sólo quienes nos convirtamos podremos ser diferentes cuando las puertas de nuestra Samaria caigan. Por ello, les animo a que nuestra oración sea que seamos hallados fieles testigos del nuestro Señor. A que desde ya compartamos la principal bendición que hemos recibido, es decir, a Jesucristo. Y que, a partir de ahí nos propongamos ser modelos de vida para quienes habrán de superar los estragos que hayan vivido en la tragedia que hoy enfrentamos.
Les animo a que seamos proactivos en la búsqueda de oportunidades para compartir el amor de Cristo. Sirviendo, acompañando y proveyendo a quienes están en necesidad, desde luego. Pero, sobre todo animándoles para que se vuelvan al Señor y le entreguen su vida. Lo mismo con quienes, conociéndole se han alejado de él.
Es tiempo en que debemos insistir abierta, franca y atrevidamente, en el llamado a que nos volvamos a Dios. Recordando a mis padre, diré que los que libren los problemas personales, familiares y sociales que enfrentamos, pero no sean redimidos por Cristo, sólo serán cadáveres más saludables. Pues, sin Cristo, estando vivos estarán muertos.
He reiterado que nuestros leprosos tuvieron un momento incómodo de iluminación moral y espiritual. Mi oración es que Dios venga y nos incomode, que sacuda nuestras vidas y quebrante aquello que nos hace sentirnos bien y seguros, pero que no lo honra ni nos lleva a compartir a Jesucristo con quienes están a nuestro alrededor y tanto lo necesitan.
Con temor y temblor pido a Dios que nos despierte del letargo del egoísmo que vivimos y nos conduzca por el camino de la cruz, por el camino del servicio sacrificial que le honra y nos permite ser instrumentos de bendición para quienes están bajo el dominio del diablo.
Por ello, les animo a que hagamos bien. Porque así es como en verdad saldremos victoriosos, aunque abollados, de las situaciones que hoy nos aflige tanto.
A esto los animo, a esto los convoco, porque hoy es día de llevar buenas nuevas a quienes tanto lo necesitan.
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