Hagan todo lo posible por vivir en paz con todos
Romanos 12.14-18; 1 Corintios 12.22-27
Hace algunos años, apesadumbrado por los conflictos intrafamiliares y eclesiales que la congregación en la que servía experimentaba, mi hijo Gersom le preguntó a su mamá: ¿En qué hemos fallado como iglesia? A tan dolorosa pregunta podemos agregar dos más igualmente incómodas y dolorosas: ¿cómo es posible que familias cristianas sean acumuladoras de tantos conflictos, rencores y venganzas? La segunda ¿cómo podemos cumplir la tarea recibida como iglesia, como miembros del cuerpo de Cristo, cuando nos mordemos y devoramos unos a otros? Gálatas 5.15
Como hemos dicho, ser iglesia es un privilegio del que gozamos por pura gracia. No merecemos ni ser salvos ni formar parte del cuerpo de Cristo. Así que tenemos la obligación moral de corresponder a la gracia recibida, honrando nuestra condición de miembros de la iglesia y cumpliendo con la tarea que, como tales, hemos recibido.
Las congregaciones en general, pero de manera más significativa las congregaciones pequeñas como la nuestra, tienen una característica en su conformación a la que debemos prestar especial atención. Se trata del hecho de que están formadas por unidades familiares en las que varios de sus miembros también forman parte del cuerpo de Cristo. Son familia en una doble dimensión, tanto por los lazos consanguíneos que los unen, como por el vínculo espiritual que los une al ser miembros del cuerpo de Cristo, la iglesia.
En no pocos casos, además de ser pareja, los esposos son hermanos en la fe. Además de ser padres e hijos, son también hermanos en la fe. Asimismo, las suegras y las nueras, también son hermanas en la fe. Los cuñados, los sobrinos, los tíos, etc., son igualmente hermanos en la fe. Esto significa que la calidad de sus relaciones familiares afecta la salud de la congregación directa y significativamente. La empodera o la debilita, le permite cumplir con su tarea de hacer discípulos y edificar a los miembros del cuerpo de Cristo, o la estorba si no es que termina por impedirla definitivamente.
No siempre tenemos consciencia de esta doble dimensión relacional entre quienes forman parte de familias consanguíneas y son iglesia. En consecuencia, ante los problemas familiares, consciente e inconscientemente caemos en el cultivo de la apariencia. Nos ocupamos más de parecer familias y congregaciones sanas que en sanar nuestras relaciones para así ser quienes hemos sido llamados a ser al estar en Cristo. No prestamos atención al cómo repercute en la salud de la iglesia la calidad de nuestras relaciones familiares. No vemos en el esposo, la esposa, los hijos, los padres, los hermanos, etc., a quienes, como nosotros, también son miembros del cuerpo de Cristo.
Pero, ni nuestra ignorancia ni nuestra insensibilidad impiden el juicio de Dios sobre nosotros. A la iglesia de Éfeso, el Señor le advierte: Yo sé todo lo que haces… Pero tengo una queja en tu contra. ¡No me amas a mí ni se aman entre ustedes como al principio! Apocalipsis 2.2,4 Y, a la iglesia de Sardis también le advierte: Yo sé todo lo que haces y que tienes la fama de estar vivo, pero estás muerto. Apocalipsis 3.1
Tres son las cosas qué destacar en ambos pasajes. La primera, es que Dios está al pendiente y juzga nuestra manera de ser iglesia. La segunda es que el amor a Dios y el amor a los hermanos en la fe, incluyendo a los que son familia, es equiparable. La tercera es que la apariencia no es suficiente, no sostiene ni capacita a la iglesia; más bien, la apariencia sólo disimula la condición real de la iglesia que no honra al Señor: tienes fama de estar vivo, pero estás muerto, asegura.
Podemos orar bonito, enseñar bien, servir a los necesitados, al mismo tiempo que estamos muertos espiritualmente.
¿Por qué nos ocupamos de este tema hoy? Porque, me veo obligado de decirlo, nuestra congregación está enferma. Al ser una comunidad compuesta por unidades familiares enfermas, en conflicto interior varias de ellas, nuestra congregación sufre las consecuencias de los problemas, las animadversiones, los resentimiento y aún los pleitos que corroen a no pocas de las familias que componemos nuestra iglesia.
Como hemos dicho y estudiado, el apóstol Pablo nos asegura que Dios ha provisto de dones espirituales a la iglesia, capacitándola así para que cumpla con la doble tarea de la evangelización de los perdidos y la edificación del cuerpo de Cristo. Pablo asegura que a cada uno se nos da un don espiritual para que nos ayudemos mutuamente. 1 Corintios 12.7 Esta capacitación es una obra que realiza el Espíritu Santo, según enseña Pablo.
Pero, el quehacer del Espíritu Santo no es suficiente para que la iglesia esté en condiciones de cumplir con su tarea. Se requiere que la comunidad de redimidos que componemos la iglesia hagamos el aporte de nuestra comunión y armonía. La suma de los dones del Espíritu Santo y la armonía que guardan los miembros del cuerpo de Cristo entre sí es lo que hace posible que el propósito divino al capacitar a la iglesia se cumpla y esta pueda hacer discípulos y edificarse mutuamente.
Resulta sencillo caer en el engaño de que lo que sucede en casa no afecta ni el cómo de nuestra relación con Dios ni nuestra manera y efectividad como iglesia. A Ana Delia le ha impresionado el reclamo que Dios hace a su pueblo, cuando este ofrece lo que podemos llamar un doble culto. Roba, mata, comete adulterio, miente y quema incienso a Baal, y luego, dice Dios, viene y se presenta delante de mí en mi templo a repetir: ¡Estamos a salvo!, solo para irse a cometer nuevamente todas las mismas maldades. Jeremías 7
Cuando nos dejamos llevar por nuestras pasiones, resentimientos y reclamos, estamos sirviendo a Satanás, ofreciendo culto en lugares altos. Estamos atentando contra el cuerpo de Cristo cuando a quienes hacemos blanco de nuestra animadversión son también nuestros hermanos en la fe. No sólo atentamos contra nuestra familia consanguínea, también atacamos y herimos a la esposa del Cordero, a la iglesia que es el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo.
Todas las relaciones humanas, incluyendo a las familiares (y quizá más estas que ninguna otra), son generadoras de conflictos. Siempre hay quién lastima y quien resulta lastimado. En toda familia hay miembros que resultan compañeros difíciles del caminar diario. ¿Qué hacer con ellos, cómo relacionarnos con quienes se han comportado de manera indigna? ¿Es posible superar las situaciones de conflicto y aportar así nuestra fidelidad y honra a Dios en tanto somos iglesia?
Pablo parece estar convencido de que se puede superar tales conflictos y muestra el camino a seguir para lograrlo. Equipara a los miembros problema con las partes del cuerpo que parecieran las más débiles y menos importantes. A estas, propone, hay que tratarlas con mayor cuidado. Vestirlas con más esmero, dice el verso 23. Propongo a ustedes que este vestirlas con más esmero, dado que aunque nos incomoden, avergüencen o causen dolor, siguen siendo, como nosotros, miembros del cuerpo de Cristo, siguen siendo nosotros, incluye tres acciones de quienes nos consideramos espirituales: amarlas, perdonarlas y restaurarlas mediante la práctica del bien.
El amor cristiano es el amor ágape, es el amor que ama a quien no lo merece, a quien no se ha ganado el derecho de ser amado. Es el amor con que Dios nos ama. Resulta no de los sentimientos, sino del propósito de bendecir, del interés, por el otro. Los discípulos de Jesús somos llamados a amar aún a nuestros enemigos. Aún a los enemigos que son familia. Somos llamados a interesarnos por el bien de ellos y a aportar lo que tenemos para su restauración, para su santificación, para su edificación.
No podemos amar a Dios y seguir odiando a quienes nos han hecho daño. Ni podemos esperar a que cambien para amarlos. Somos llamados a amarlos de la misma manera en que hemos sido amados. Dios, dice Pablo, muestra su amor para con nosotros en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.
El perdón es un deber cristiano. No perdonar tiene como consecuencia que nuestro Padre no perdone nuestros pecados. Mateo 6.15 Nosotros hemos sido perdonados de nuestra rebeldía al hacer nuestro el sacrificio de Cristo. Ninguna ofensa que podamos recibir es o será mayor que la ofensa de nuestro pecado. Sin embargo, Dios nos ha perdonado.
El perdón libera. Primero, libera a quien ha sido ofendido del poder de la ofensa recibida. Quien perdona pasa por alto la ofensa, es decir, pasa por encima de ella para ser libre del poder de las heridas recibidas. Es un hecho que quienes no perdonan permanece atrapados en las emociones y los sentimientos que van creciendo y enredándose hasta formar una prisión que los atormenta.
Criticamos, y a veces hasta nos burlamos, a quienes, cuando discuten o se pelean, tienen memoria histórica. Recuerdan fecha, hora, lugar, etc. Pobres, el mantener vivos los recuerdos de la ofensa recibida los mantiene atrapados. No pueden superar el poder de tales ofensas y es por ello por lo que repiten y repiten los mismos argumentos una y otra vez. Hay quienes hasta graban o escriben conversaciones, piensan que así sus argumentos serán más sólidos cuando en realidad lo único que se fortalece es la cerradura que los mantiene aprisionados.
Pero, quien perdona renuncia a ser él, o ella, quien cobre la ofensa recibida. Deja que sea Dios quien pague a quienes nos lastiman lo que merecen. Dios es fiel y es galardonador, recompensa, a quienes lo honran perdonando a sus deudores.
Vestir con esmero a los menos dignos incluye también el que contribuyamos a que sean restaurados. A que, como traduce la NTV Gálatas 6.1, les ayudemos a volver al camino recto con ternura y humildad. Los cristianos carnales no sólo son los que lastiman a sus hermanos en la fe. Más carnales resultan los que, al ser lastimados, se ponen al nivel de la inmadurez de quien los lastima y los imitan y aún retan para ver quien puede lastimar más al otro.
Bailan la danza del yo puedo lastimarte más que tú a mí. Procuran ir más allá del daño recibido, pues, consideran que el otro merece ser castigado por ellos. Responder así a las ofensas recibidas hace que el mal nos derrote. No el mal del que nos lastima, sino el mal que está en ellos. Los cristianos somos llamados a vencer el mal haciendo el bien.
Esto incluye, desde luego, el recordar que la respuesta blanda, calma la ira. También incluye el ejercicio de la paciencia, que permanezcamos haciendo el bien aun cuando el otro se empeñe en hacer lo malo. Pero, y conviene subrayarlo, vencer el mal haciendo el bien también requiere, en situaciones extremas, el que tomemos decisiones definitivas y radicales. Aún el que nos separemos del otro, como Pablo y Bernabé, quienes al no poder ponerse de acuerdo respecto de que Marcos los acompañara, terminaron por separarse. Lucas 15.39
A veces el cuidado de la comunión del cuerpo de Cristo requiere del replanteamiento de nuestras relaciones consanguíneas. Preservar la comunión y la armonía puede requerir el que evitemos relaciones que pueden lastimar la comunión de los miembros de la iglesia.
Sí, desafortunadamente a veces habrá que tomar distancia de los familiares y en otras pasar a formar parte de una congregación diferente.
Con mucha tristeza y mucho dolor he tenido que ocuparme de este tema como parte de nuestro ciclo de meditaciones Iglesia, somos iglesia. Pero, con firmeza quiero animarles, aún exhortarles, para que nos examinemos a nosotros mismos y nuestros modelos relacionales, con humildad y con el propósito de honrar en todo a Dios. Reconociendo aquello que, en nosotros, lastima, limita e impide que se cumpla en nuestra congregación el propósito que Dios tiene para ella.
Recordando la pregunta de mi hijo Gersom, propongo a ustedes que fallamos como iglesia cuando no nos ocupamos de vivir en armonía unos con otros. Romanos 12. 16 Cuando ignoramos el llamado a no fingir amar a los demás, sino a amarlos de verdad. Cuando no nos esforzamos en hacer todo lo posible por vivir en paz con todos.
El problema con el cultivo de la apariencia es que engaña no solo a los otros, sino al que la cultiva. Como quien se maquilla y cuando se ve al espejo sin maquillaje se sorprende pensando que ella, o él, no es así. Lo que está en el corazón no permanece oculto, ni siempre ni a todos. Siempre se muestra. De aquí que debamos tener el cuidado de que en nuestro corazón abunden el amor, el perdón y la búsqueda del bien a favor del otro.
Cuando esto es así, la gracia divina viene a nosotros para fortalecernos, sustentarnos y guiarnos al enfrentar el daño provocado por quienes nos lastiman tanto. Por eso, termino invitándolos a recordar la exhortación de Jesús quien nos recuerda que, por causa suya, seremos odiados, pero que todo el que se mantenga firme hasta el fin será salvo.
A esto los animo, a esto los convoco.
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9 octubre, 2024 a 15:35
Excelente esto debe compartirse con urgencia
Dios bendiga a tal siervo.