Hablemos del compromiso familiar

Cuando Dios creó al ser humano, muy pronto se dio cuenta de que no era bueno que las personas vivieran solas, aisladas de las demás. Así que diseñó al ser humano con la capacidad para relacionarse con otros, en lo que podemos considerar un sentido de complementariedad mutua. Es decir, para ayudarse mutuamente a estar completos. Para que unos y otros puedan alcanzar sus metas, protegerse y ayudarse mutuamente y, sobre para que desarrollen los dones propios de su condición de imagen y semejanza de Dios.

En este sentido, el compromiso de cada uno con su familia parte de lo que podemos llamar, un principio de complementariedad mutua. Es decir, los miembros de la familia están obligados a favorecer que sus familiares se formen como individuos plenos; unidos sí por el vínculo familiar, pero otros, diferentes y autónomos respecto del resto de la familia.

Podemos definir, entonces, el compromiso con la familia como la contribución que se hace para que cada miembro de la misma pueda, en primer lugar, desarrollar plenamente su identidad como persona autónoma e interdependiente. Así podrá cumplir con el papel que le corresponde en su sistema familiar y podrá contribuir para que cada miembro de la familia pueda desarrollar su propio proyecto de vida y cuente con los recursos necesarios para lograrlo.

De tal suerte, la obligación de cada uno de sus integrantes con el resto de la familia tiene un propósito facilitador y empoderante: cada uno facilita que el otro sea y haga lo que le es propio y conveniente. Al mismo tiempo que lo empodera, es decir, aporta los recursos a su alcance para que él o la otra, alcancen su plenitud de vida. No sólo no se impide o nulifica el proyecto de su familiar, sino que se contribuye al cumplimiento del mismo.

Resulta interesante que el compromiso familiar resulta y se fortalece en la medida que cada miembro de la familia está comprometido consigo mismo. Sólo puede facilitar y empoderar a su familiar, aquel que está en equilibrio consigo mismo, se respeta a sí mismo y está desarrollando su proyecto de vida personal.

La razón es simple, quien carece de identidad propia se ve en la necesidad de sumarse a proyectos ajenos, o a hacer de los otros su proyecto personal. Por lo tanto, lejos estará de este tipo de personas el poder contribuir para que sus familiares sean y hagan lo que les es propio y conveniente. Mientras más inmaduros sean ellos mismos ellos, más se hará evidente la falta de identidad de quien carece de un proyecto propio. Por lo tanto, procurará, conciente e inconcientemente, boicotear a los suyos (ya haciendo de los otros su proyecto personal, la razón de su vida. (Como tantas mamás que, carentes de identidad, hacen de sus hijas e hijos, la razón de su vida. Sólo viven para ellas y ellos) Esto lo hacen sobreprotegiéndolos o, de plano, luchando en contra suya cuando los hijos deciden vivir la vida a su manera, de acuerdo con su propio proyecto de vida).

La persona comprometida consigo misma puede, sin temor ni recelo alguno, procurar entender y conocer mejor a cada uno de los miembros de su familia. Predispuesta a favor de la otredad de cada uno de los miembros de su familia, procurará discernir el quién y el qué de cada uno. Para ello, su primer recurso es la oración. Desde luego, la oración que intercede a favor del otro, pero también la oración que busca el conocerlo y comprenderlo. ¿Quién es mi esposa, quién es mi hijo, quién es mi hermano?, etc., son las preguntas que dan sentido a tal oración.

El llamado del Señor Jesús a no juzgar por las apariencias, adquiere aquí una especial relevancia. La cercanía no significa, necesariamente, conocimiento suficiente. Es más, a veces la cercanía cotidiana se convierte en el principal obstáculo para conocer realmente a nuestros familiares. Nuestra experiencia personal con ellos perfila, ajusta, la opinión que tenemos de ellos.

Los vemos al través del filtro de nuestra propia opinión, de lo que a nosotros nos parece, de la apariencia que nosotros mismos hemos construido. De ahí la necesidad de, para juzgar acertadamente al otro, orar buscando la sabiduría divina que trasciende nuestro aquí y ahora. No resulta desproporcionado ni absurdo pedirle a Dios que nos ayude a ver a nuestros familiares como él mismo los ve.

Sólo entonces podremos saber qué es lo que tenemos que hacer y qué lo que tenemos que dejar de hacer a favor de nuestros familiares. Es nuestra ignorancia lo que nos lleva a establecer modelos de relación familiar sinceros, pero equivocados. De la ignorancia de nuestra propia identidad, así como del ignorar la identidad particular de los otros, surge el temor como la fuente de nuestra relación.

Por temor tendemos a controlar y, por temor también, renunciamos a la obligación que tenemos de facilitar y empoderar al otro para que sea quien es y cumpla la tarea que le es propia. Pero, cuando comprendemos, y aceptamos, la identidad y tarea del otro, podemos sin temor y en esperanza contribuir a su realización personal.

En cierto sentido somos responsables del otro. La relación familiar tiene el poder de hacer fructificar a sus miembros o de acabar con sus ilusiones y posibilidades de vida. Al asumirnos responsables del otro, estamos dispuestos a velar por su bienestar y aun a entregar de lo nuestro con tal de que ellos puedan crecer.

En un entorno familiar sano, las pérdidas que se sufren en favor del otro hacen las veces la poda, por que, lejos de representar una pérdida definitiva, simplemente nos dan la oportunidad de ser más, de poder más y de tener más.

Podemos y debemos preguntarnos ¿Hasta dónde llega nuestro compromiso? ¿Hasta dónde estamos obligados con nuestros familiares? ¿Cuándo es suficiente, cuando es poco? Son estas preguntas complejas que más que con recetas, se responden con un principio: La cantidad, el costo y el límite de nuestro quehacer están determinados por la medida en que contribuyen a la realización integral del otro.

Somos llamados a no hace más ni menos que lo que la otra persona necesita para ser ella, para realizarse plenamente conforme al llamado divino y las capacidades recibidas del Señor.

En lo que hacemos y damos, debemos tener presente el equilibrio integral de la persona: Su espíritu, su mente y su cuerpo. Hay que hacer y dar todo lo que contribuya a tal equilibrio. Cualquier cosa que hagamos o demos que ponga en riesgo tal equilibrio, es un exceso. También, todo lo que dejamos de hacer o lo que dejamos de dar y que afecta la integridad de nuestros familiares, resulta en un exceso, en una agresión. No dar al que necesita, es igualmente irresponsable que dar al otro lo que realmente no le hace bien.

Pero, también damos y hacemos en función de nuestro equilibrio personal. Como en el caso de los otros miembros de la familia, el punto de nuestro equilibrio personal se modifica por nuestras circunstancias, tanto las naturales como las excepcionales. Por lo tanto, nuestro aporte a los demás miembros de la familia cambia en forma y grado, dependiendo de nuestras circunstancias y de las de ellos. Sin embargo, independientemente de las circunstancias, persiste el principio de complementariedad mutua.

Cada uno, de acuerdo con lo que tiene, a cada cual, de acuerdo con lo que realmente necesite.

La obligación que tenemos para con nuestra familia nunca acaba, solo se modifica. Ni siquiera acaba con la muerte, mucho menos termina cuando la familia se divide, ya sea porque los padres se separan o porque alguno de sus miembros se aleja física y/o afectivamente del resto de la familia. Es más, ni siquiera el desamor nos libera del compromiso familiar.

Cuando los miembros de la familia se alejan entre sí, se separan, o de plano se mueren, el compromiso mutuo persiste aunque adquiera otras formas y grados. Obviamente los muertos ya no pueden hacer nada por sus familias. Pero, el compromiso con la familia incluye el vivir de tal forma que cuando la muerte llegue, nuestra herencia sea de bendición y no de maldición.

En el caso de quienes se separan y de las parejas que se divorcian; si bien el cómo y la forma de la relación cambian, esta no termina. Las relaciones no terminan, simplemente se modifican, hemos dicho. Persiste, entonces, el principio de complementariedad mutua.

Tomemos el caso del hijo que permanece al lado del padre o de la madre, cuando la separación o el divorcio se han dado, también sigue siendo hijo de quien se fue. De ahí la necesidad del respeto, de la caridad y del desarrollo de relaciones funcionales con el ex, para así contribuir a que siga siendo y haciendo lo que le es propio en función con quienes siguen formando parte de su familia.

El cimiento sobre el que descansa la paz de la familia se compone de una mezcla de caridad mutua y de firme comunión con Dios. Podemos hacer de nuestra familia un espacio del Reino de Dios en el que la justicia, la paz y el amor fraternal sean pan de todos los días y nos ayuden a permanecer juntos y unidos para beneficio de todos y, desde luego, para la honra y la gloria de Dios.

A esto los animo, a esto los convoco.

Explore posts in the same categories: Agentes de Cambio

Etiquetas:

You can comment below, or link to this permanent URL from your own site.

Deja un comentario