Se trata del cuerpo del Señor

1 Corintios 11.27-32 DHHDK

El pasaje que nos ha leído Samara es uno de esos pasajes incómodos de la Biblia. No pocos lo leen con temor, otros están convencidos de que no debería estar en la Biblia, les parece injusto. Se refiere a una de esas cosas que no pocos no están dispuestos a aceptar, que Dios castiga. En fin, como muchos otros pasajes, este es una de las razones por las que, para muchos, resulta difícil leer y aceptar la Biblia como palabra de Dios.

Sin embargo, hoy quiero proponerte que es un pasaje que revela el amor de Dios, el cuidado que tiene de los suyos y la buena opinión que tiene de quienes le sirven. Primero, porque destaca la expresión máxima del amor divino: la muerte expiatoria de nuestro Señor Jesucristo en favor de quienes se vuelven a Dios. No hay expresión más grande del amor de Dios que el hecho de que entregara a su Hijo unigénito como pago por nuestra redención. Así, el amor divino explica el quehacer de Dios y dimensiona el cuidado que el Señor tiene de la preservación de la pureza de los suyos y de la comunión resultante del sacrificio de Cristo.

La segunda razón resulta de la primera. Algo tan valioso como la restauración de la comunión entre Dios y las personas renacidas, y entre estas mismas, merece ser protegido porque así se protege del enemigo a los redimidos por Cristo. Cuidar de la comunión es un acto de amor. Dios cuida de ella, porque es valiosa y condición básica para la santificación de los suyos. Y los cristianos somos llamados a cuidar de la comunión que gozamos porque así damos testimonio de nuestro amor a Dios y del amor mutuo que nos profesamos por causa de Cristo.

Considerar lo hasta aquí dicho nos ayuda a entender una de las expresiones más difíciles y oscuras de nuestro pasaje: Cualquiera que come del pan o bebe de la copa del Señor de manera indigna, comete un pecado contra el cuerpo y la sangre del Señor. Vs 27 Generalmente, la primera interpretación que se hace de estas palabras evocan la existencia de pecado como la manera indigna de comer el pan y beber la copa del Señor. Pero, alguien ha propuesto, si el pecado per se, fuera a lo que se refiere Pablo ¿quién podría participar libremente de la Cena del Señor? Lo cierto es que todos nosotros, como Pablo dice de sí mismo, tendremos que aceptar que, en tratándose de pecadores, yo soy el primero.

Así que, propongo a ustedes que es la expresión que Samara nos ha leído en el verso 29: Porque si come y bebe sin fijarse en que se trata del cuerpo del Señor, para su propio castigo come y bebe. La primera referencia obvia es que la ceremonia de la Comunión nos remite al precio pagado por Cristo en la cruz para que podamos ser salvos. No se trata de algo meramente ritual, ni, mucho menos, de algo intrascendente. Somos pueblo de Dios porque Cristo entregó su cuerpo y su sangre por nosotros. La salvación tiene precio y precio de sangre. Todo lo que la iglesia hace y deja de hacer, todo lo que los creyentes redimidos hacemos y dejamos de hacer, todo, lo hacemos a la luz de la cruz de Cristo. Incluyendo nuestra participación del pan y del vino que hacen presente el sacrificio de Jesús.

Considerar el contexto del pasaje, mismo que se refiere al cómo de la dinámica relacional de los miembros de la Iglesia, la manera en que se relacionan unos con otros y la forma en la que la visión de vida de unos y otros altera la comunión que es fruto del sacrificio de Cristo, trae mayor claridad al tema. Lo que Pablo propone es que lo que los creyentes hacemos, se trate de algo tan sencillo como lo que comemos y cómo nos relacionamos al comer, afecta positiva o negativamente al cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Dado que somos una unidad espiritual en esencia, nada de lo que hacemos en lo individual o en conjunto con otros, es ajeno a la totalidad del cuerpo de Cristo. Los creyentes redimidos siempre somos cuerpo de Cristo. Nunca dejamos de ser Iglesia. Somos Iglesia cuando nos congregamos, pero también somos Iglesia cuando estamos lejos físicamente los unos de los otros. Y, lo que hacemos, cuando estamos juntos y cuando estamos lejos, siempre afecta al resto de nuestros hermanos en la fe. A los de nuestra congregación, a los de nuestra ciudad y aún a aquellos que, a miles de kilómetros de distancia -los conozcamos o no-, son, como nosotros, Iglesia, cuerpo de Cristo.

Siendo las cosas así, quiero proponer a ustedes que el fijarnos que se trata del cuerpo del Señor implica propósitos a los que somos llamados. El primero, desde luego, el proponernos la práctica de la santidad y la consagración a Dios como el sustento de nuestra vida cotidiana. Si somos cuerpo de Cristo, luego entonces debemos proponernos mantenernos santos -puros y consagrados para el Señor-. Debemos proponernos ser santos antes que proponernos no pecar. Quien sólo no peca, pero no se propone vivir para el Señor, poco logra en favor del cuerpo de Cristo y, por lo tanto, en poco honra a su Señor.

El segundo propósito tiene que ver con nuestro compromiso de edificar al cuerpo de Cristo. La Biblia nos enseña que los creyentes redimidos hemos recibido dones espirituales -capacidades sobrenaturales-, para edificar -dirigir, empoderar y capacitar- al cuerpo de Cristo. 1 Corintios 12.7ss Este propósito del Espíritu Santo requiere de dos compromisos nuestros: (1) Ocuparnos de nuestro propio crecimiento espiritual, poniendo en práctica el o los dones recibidos y procurando hacerlo cada vez de mejor manera con el poder y la guianza del Espíritu Santo.

(2) Proponernos permanecer en esa expresión particular del cuerpo de Cristo a la que Dios nos ha llamado, es decir, la congregación en la que el Señor nos ha insertado. Cada congregación cristiana tiene un propósito específico y cada congregante un aporte particular para que la congregación cumpla con la tarea encomendada. Esto requiere de tiempo, perseverancia, paciencia, caridad mutua y temple (como el del acero). Te animo a que medites en cada una de tales cualidades.

No se trata de sólo ser, de seguir siendo, Iglesia. Se trata de servir ahí donde Dios nos ha ubicado hasta que él nos lleve a otro nivel de servicio, en otra congregación, si tal es su propósito. Hay quienes no se comprometen en permanecer en su congregación. Van de una congregación a otra justificándose en las faltas o pecados de otros, en deficiencias o características secundarias, ambiciones personales disfrazadas de piedad y disposición de servicio. Pero, la obra es del Señor y no de los cristianos. Es Dios quien da, quien pone, quien mueve. Pero, es también Dios quien quita, quien hace a un lado, quien lleva a otro lado.

Líbrenos el Señor de ser como las olas del mar. Partamos del principio de que es Dios quien nos ha dirigido a la congregación en la que ahora servimos. Que nuestra pertenencia a la misma responde a un propósito superior al nuestro propio. Que es Dios quien nos ha llamado y que si no es así, él lo hará evidente de manera suficiente y oportuna. Quien tiene problemas con esto es que no ha entendido que la vida de la Iglesia, que el quehacer de los creyentes redimidos se trata del cuerpo de del Señor.

Hoy participamos de la Cena del Señor. Quiera Dios, en su misericordia, que seamos hallados dignos por su gracia para hacerlo. Así, estaremos más sanos y gozaremos de mayor comunión con nuestro Dios y con nuestros hermanos en la fe.

A esto los animo, a esto los convoco.

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