Dándoles el mismo consuelo

Ante el recrudecimiento, en muchos sentidos, de las circunstancias que nos ha tocado vivir por la pandemia del coronavirus, la fe se convierte en un constante cuestionamiento. Ante las circunstancias, personales, familiares y sociales que enfrentamos, queremos saber, queremos entender, queremos poder. Pero, no pocas veces, lo único que podemos es quedarnos a la espera y enfrentar el reto al que lo incomprensible nos enfrenta.

Hoy me vuelvo a este pasaje una vez más. Como te he compartido, el mismo me ayuda a recordar que el Dios incomprensible sigue actuando en favor nuestro. Que sin importar lo que perdamos -o lo que él nos quite-, siempre seguimos siendo y teniendo más. Que aún sin lo que teníamos o quisiéramos tener seguimos siendo los mismos, sus hijos. Y que las etapas incomprensibles de la vida nos dan la oportunidad de compartir el consuelo que, también de manera incomprensible, siempre recibimos. Bendiciones y ánimo.

2 Corintios 1.1-7

El carácter de Dios y su propósito respecto de su relación con la humanidad nos son revelados en este pasaje. Pablo lo llama: Padre de misericordias y Dios de toda consolación. Así, de tan sencilla manera, el Apóstol destaca las características únicas del Señor que explican el cómo, el cuándo y el para qué de su actuar a favor nuestro: Dios es misericordioso (esto significa que se deja afectar por aquello que nos duele), y Dios actúa en consecuencia consolándonos, en todo y todo el tiempo.

Que San Pablo se ocupe del tema de la consolación, cuando se dirige a los creyentes, hace evidente que nuestra redención no nos inmuniza ante el sufrimiento humano. Los creyentes en Cristo también sufrimos, nosotros también somos atribulados, también sufrimos la vida. Las causas de las tribulaciones son muchas y la manera en que estas nos afectan son, también, muchas y muy variadas. La tribulación tiene un efecto común: oprime a la persona, en algunos casos hasta el extremo de destruirla si no es debida y oportunamente consolada. Esto es parecido a lo que William Barclay refiere como una forma de tormento inglesa, en que a las personas les colocaban progresivamente pesadas cargas sobre el pecho, siendo presionadas y aplastadas hasta que morían.

Nosotros conocemos bien tal clase de aflicción. Sabemos lo que es enfrentar de manera creciente la incomprensión, la confusión, la soledad, la enfermedad, la culpa, el dolor secreto, etc. Sufrimientos que se hacen mayores, más dolorosos, cuando la culpa aprendida viene a acrecentarlos. Se nos ha dicho, y lo hemos aceptado, que el buen cristiano no teme, no duda, no se cansa, no piensa en la derrota. El hecho es que lo hacemos y, al hacerlo, tememos no dar la medida y que Dios pueda castigarnos por nuestra falta de fe y confianza.

También sabemos lo que es ser afligidos por causa de Cristo. Cuando la consecuencia de nuestra elección y fidelidad nos lleva a experimentar el abandono, la persecución y la agresión constante de aquellos a los que amamos. Como quien ha experimentado la aflicción de manera cotidiana, Pablo se convierte en un valioso testigo del carácter divino, su sufrimiento y la aceptación del mismo le permite descubrir ese lado compasivo y el hecho del consuelo del Señor a los suyos. Por ello resulta tan valiosa la convicción paulina, Dios, asegura Pablo, nos consuela en todas nuestras tribulaciones.

Pero, Dios, asegura el Apóstol, hace mucho más que solo estar con nosotros, aliviar nuestro dolor con caricias y palabras, apapacharnos. Dios no nos adormece, por el contrario, nos llena de poder, de vitalidad y de fuerza. Nos fortalece. Aún más, nos da el coraje necesario para que salgamos vencedores en medio de la crisis. Romanos 8.37 De acuerdo con la propuesta paulina, en la consolación con que Dios nos consuela existe un propósito implícito. Dios, dice el Apóstol, nos consuela… para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación.

Hemos dicho que el sufrimiento nos hace egoístas, provoca que pongamos nuestra atención en lo que nos pasa, lo que sentimos, lo que necesitamos. Pero, siempre hay otros que sufren a nuestro lado y siempre, también, hay quienes enfrentan peores sufrimientos que los nuestros. Como bien decía alguien: Yo me lamentaba por no tener zapatos hasta que me encontré con quien no tenía pies. ¿Debemos ocuparnos de los otros que sufren? ¿Tenemos suficiente para consolarlos?

Si Dios ha podido consolarnos a nosotros, ¿no podría él también consolar a los que están en cualquier tribulación? Desde luego que puede hacerlo, pero dado que nos ha hecho sus colaboradores, Dios nos permite participar de su quehacer consolador. Nos ha llamado alrededor de quienes pudieran ser oprimidos hasta el extremo de la muerte, para que, consolándolos, evitemos su total destrucción. Al consolar a otros, nosotros solo compartimos lo que hemos recibido. La expresión: por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios, es importante y sumamente reveladora. DHH la traduce así: dándoles el mismo consuelo que él nos ha dado a nosotros.

Hemos venido reflexionando respecto de la tarea que, como Iglesia, como cuerpo de Cristo, tenemos en nuestro aquí y ahora. No hemos permanecido pasivos mientras tratamos de entender a qué nos ha llamado el Señor, a discernir la tarea primordial que él quiere que desarrollemos. Hemos dado de comer al hambriento, hemos provisto lo indispensable a no pocos pobres, servido a quienes están en necesidad, hemos compartido con alegría lo que Dios nos ha dado. Todo ello, gracias a Dios y por su gracia. Pero, la oración, la experiencia y el discernimiento nos muestran que hay un espacio de servicio que sólo la Iglesia puede llenar de manera adecuada y trascendente. Es espacio es el de la consolación.

La palabra consolar, según el diccionario, tiene dos significados principales. El primero: Aliviar [una persona o una cosa] la pena o disgusto de una persona. Si lo consideramos seriamente, esta es una tarea sobrenatural dado que no se refiere a hacer cosas materiales. Se trata de aliviar, de hacer menos pesada la pena que las personas llevan en el corazón. Esto sólo se puede realizar compartiendo la obra sobrenatural que Dios realiza en nosotros. Es una especie de transferencia espiritual, porque al consolar pasamos al otro lo que está en nuestro corazón. Esto que está en nuestro corazón es el Espíritu del Señor, su presencia y la gracia que mora en nosotros, eso es lo que compartimos con el otro.

Algo parecido a lo que Dios hizo en favor de los ancianos de Israel al través de Moisés, cuando le dijo a este: tomaré del Espíritu que está sobre ti y lo pondré sobre ellos, y llevarán contigo la carga del pueblo para que no la lleves tú soloNúmeros 11.17 Esta transferencia la hacemos cuando oramos, intercediendo a solas por el otro y también cuando oramos junto con él, ya presencial ya virtualmente. Lo hacemos cuando compartimos la Palabra y, sobre todo, cuando hacemos nuestra su condición y nos dejamos afectar por lo que al otro afecta.

El segundo significado de la palabra consolar, ya lo hemos dicho, es: Ayudar [una persona] a otra, mediante caricias, buenas palabras, etc., a que disminuya su pena o disgusto. Ayudar mediante caricias. Qué hermosa cuestión. Caricia es el contacto físico suave y delicado que se hace deslizando la mano o los dedos sobre un cuerpo, generalmente como muestra de cariño. Hace algún tiempo tuve la oportunidad de regresar a una congregación que tuve el honor de pastorear. Una de las ancianas de la misma se acercó a mí y, después de abrazarme, me dijo: Extrañamos la palmada en la espalda. Nunca podremos sobreestimar el valor de una caricia, del tocar mediante un abrazo y, el ósculo santo, al que Pablo se refiere, el beso fraterno, cuando vivimos momentos de adversidad.

Dadas nuestras circunstancias actuales, distanciamiento y riesgo de contagio, no podemos abundar en el consuelo de las caricias en tanto contacto físico suave y delicado. Pero, nos queda el recurso de las buenas palabras. Estas son las palabras de comprensión, de solidaridad, de cariño, de esperanza que sí podemos compartir con el otro. Cuántas veces hemos sido consolados por la Palabra que contiene la Biblia. Pero, también, cuántas veces somos consolados por la palabra del hermano que nos anima, nos provoca una sonrisa, nos dice cosas que nos agradan y edifican. Pues, lo mismo somos llamados a hacer, a no escatimar la palabra de consuelo, de gozo, de ánimo y de esperanza que nuestro prójimo necesita.

El servicio cristiano nunca se hace a expensas del cristiano mismo. Quien sirve solo da, comparte y hace, lo que él mismo ha recibido. Cada vez que recibimos algo del Señor, consuelo en este caso, somos llamados a servir a nuestro prójimo con lo mismo que hemos recibido. Lo que ustedes recibieron gratis, denlo gratuitamente, dice el Señor Mateo 10.8 En todo aquello que Dios hace, en y a favor de nosotros, está presente su propósito de bendecir a alguien más, y así, bendecir a toda la humanidad. En lo que él hace siempre está presente su propósito redentor que no se agota en nosotros, sino que tiene como destinatarios a todos los hombres que vagan sin Dios y sin esperanza.

Somos hacedores del bien que hemos recibido. Y esta es una tarea que debemos realizar con entusiasmo, gratitud y empeño. En efecto, no nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos. Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y en especial a los de la familia de la fe. Gálatas 6.9,10

A esto los animo, a esto los convoco.

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