Entregar el Espíritu

Hace muchos años, más de treinta, tuve la oportunidad de volar por primera vez en una pequeña avioneta. Cruzamos buena parte de la Sierra Madre, en el Estado de Chihuahua, así que tuvimos que despegar y aterrizar varias veces en rústicas pistas, entre tierra y no pocas piedras. Al observar al piloto que, después de que la avioneta se encarreraba un tanto sobre la pista, jalaba una palanca produciéndose así el despegue, le pregunté: ¿cómo sabe cuándo es el momento de jalar la palanca para elevarse? El piloto, quizá extrañado por mi pregunta, dudó un poco y entonces me contestó: la avioneta te dice cuándo está lista para dejar la tierra y volar.

Tan pocas palabras compusieron uno de los mejores sermones que haya yo escuchado. Resultaron una parábola sobre la fe, la confianza y la entrega de nuestra vida a Dios, nuestro Señor. Y es que al reflexionar sobre la respuesta del piloto vienen a mí los momentos de la vida en los que debemos dejar, separarnos, distanciarnos de alguien o de algo para poder ir al encuentro de lo que está delante. Pienso en las mujeres y los hombres de la Biblia quienes llegaron a períodos clave, determinantes en y de sus vidas, en los que tuvieron que renunciar a la seguridad de sus espacios, al pretendido control de sus circunstancias y se entregaron a lo desconocido.

Algunos, cuando la vida o Dios mismo los llamó a ir más allá de lo que eran, tenían y estaban haciendo, respondieron en obediencia y, como Abraham, salieron de su tierra, dejando a su parentela para ir a lugares que no sabían dónde quedaban. Otros, como Jonás, simplemente no quisieron dejar de ser lo que eran, ni de tener lo que tenían; tampoco quisieron caminar caminos oscuros y correr riesgos desconocidos. Estos últimos, decidieron permanecer en tierra, caminar sí, pero en dirección contraria a la que Dios les estaba indicando.

Es que no resulta fácil ni sencillo dejar la seguridad de lo que somos y tenemos. Una de las tendencias naturales del ser humano es la que lo inclina al confort, a la comodidad de lo que conoce y puede controlar. Cuando la vida lo coloca en situaciones de cambio, sobre todo cuando la propuesta de la vida conlleva, o parece hacerlo, el riesgo del dolor y del sufrimiento, las personas nos resistimos a salir de nuestra zona y confort y nos aferramos a lo que somos, tenemos, nos hace sentirnos seguros.

Pero, resulta, que como las avionetas de la Sierra de Chihuahua, no importa cuántas veces hayamos aterrizado y despegado en nuestra vida, siempre habrá una vez más para hacerlo, siempre habrá una nueva pista de la cuál tendremos que partir para ir al encuentro de nuestra realidad y destino. Esta realidad tiene que ver con el todo de nuestra vida y la enfrentamos y vivimos, en acuerdo o en desacuerdo, cada día… hasta que se acaben los días de viajar.

Pensemos en los padres de familia y en esa circunstancia, accidente de tiempo inevitable, que significa el dejar ir a los hijos y quedarse solos y a solas. Mientras menos tienen los padres, como individuos y como pareja, más difícil les resulta dejar lo que conocen y controlan. Se aferran a los hijos, no por los hijos mismos, sino por lo que ellos representan para los padres incapacitados para volar a la nueva etapa de sus vidas. En la mayoría de los casos el aferrarse a los hijos, o a los padres, provoca una serie de complicaciones tales que lejos de hacer la convivencia entre los padres y sus hijos mayores una fuente de bendición, paz y crecimiento, se convierte en motivo de discordia, frustración y amargura crecientes.

O pensemos también en aquellos hombres y mujeres que iniciaron alguna empresa importante en la vida. Fueron visionarios, valientes y arrojados, dispuestos a volar por zonas que no conocían y a recorrer caminos en los que no sabían qué habrían de encontrar. Pero, llegados a la vejez se niegan a pasar la estafeta. Se aferran a lo que fueron e hicieron, a lo que tanto les costó y a lo que con tanto esfuerzo lograron echar a andar. Por lo tanto, no dan oportunidad a otros para que enriquezcan la empresa iniciada por ellos. Se aferran creyendo sinceramente que pueden seguir en control, cuando en la realidad lo único que están haciendo es sofocar, asfixiar, la obra que Dios les encomendó y que con tanto éxito hicieron fructificar en el tiempo favorable. Es esta una historia que se repite, una y otra vez, en empresas familiares de todo tipo; así como, desafortunadamente, en un número creciente de iglesias y movimientos eclesiales que habiendo sido fructíferos ahora languidecen bajo el liderazgo de hombres y mujeres cansados; mismos que no han estado dispuestos a despegar y dar así la oportunidad a que la vida siga y otros tomen la estafeta que ellos recibieron de quienes les precedieron o de Dios mismo.

Hay un tercer espacio en el que el reto de dejar lo conocido para asumir e ir hacia lo que no conocemos, se vuelve especialmente difícil y doloroso. Tiene que ver con la aceptación de nuestro propio desgaste, de esa dinámica en la que el deterioro de nuestra humanidad parece ir en proporción inversa a nuestro deseo de ser todavía relevantes, útiles y productivos. No sé ustedes, pero a veces me encuentro con que todavía tengo mucho más que dar, que aquello que mi cuerpo está en condiciones de hacer, de procesar. Queremos seguir al mismo ritmo que lo hicimos hasta aquí… o hasta ayer. Queremos seguir trabajando, comiendo, relacionándonos, importando… como antes. Por eso nos volvemos, no solo perseverantes, sino tercos y hasta groseros cuando otros, no falta quien lo haga, nos recuerden que ya no somos, ni podemos, lo que antes éramos y podíamos.

Son circunstancias en las que tenemos que dejar de correr por las pistas de arena y piedra conocidas para elevarnos a las realidades nuevas que tenemos por delante. La cuestión es que hemos aprendido que siempre será mejor aquello que resulte de nuestras fuerzas e inteligencia. Por eso queremos seguir haciendo, permaneciendo, controlando y no aceptamos que ha llegado un momento, una manera diferente de ser y hacer. Hemos creído que si hacemos más, si nos esforzamos más, si nos presionamos a nosotros mismos y a los demás, podremos lograr todavía cosas buenas, importantes y trascendentes.

Resulta, sin embargo, que al ir a la Palabra de Dios nos encontramos que cuando las mujeres y los hombres temerosos de Dios han llegado a tales momentos de cambio, la respuesta no ha estado en el hacer más, sino en el que permanezcamos quietos. Isaías reclama, en nombre de Dios, que en medio de su conflicto, Israel todavía siguiera creyendo que la respuesta a su tragedia estaba en hacer más de su propia mano. Isaías (30.15), les recuerda: así dijo Jehová el Señor, el Santo de Israel: en descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza. Y no quisisteis, sino que dijisteis: No, antes huiremos en caballos;  por tanto,  vosotros huiréis. Sobre corceles veloces cabalgaremos; por tanto, serán veloces vuestros perseguidores.

Siempre he creído que quien sí creyó tal promesa y la hizo suya fue, precisamente, nuestro Señor Jesús. Lucas nos cuenta que, en la cruz, Jesús llegó al momento en que ya nada podía hacer, ni por sí mismo, ni por los que habían confiado en él. Todo lo que fue, todo lo que hizo, todo lo que pudo había llegado a su fin. Entonces, relata Lucas, Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Jesús llegó al lugar y al momento en el que tuvo que soltar todo lo que había estado en su control y abandonarse en los brazos y la gracia del Padre.

¿Qué no podría haber hecho otra cosa? ¿Qué su fe no era suficiente para bajar de la cruz? ¿Qué no tenía el poder para echar fuera los demonios que poseían a la multitud que lo estaba crucificando? A todas estas preguntas la respuesta es una sola: sí. Pero, nuestro Señor Jesús supo que había llegado el momento de estar quieto y descansar en la misericordia del Padre. Que había llegado el momento en el que habría de conocer lo que hasta ese instante no había conocido del Padre: su poder para resucitarlo a él y para redimir a todos los que hacen suyo el sacrificio del Calvario.

Entre los que me leen hay quienes, al igual que las avionetas, intuyen que ha llegado el momento de despegar, de abandonar la pista que representa lo que conocen, disfrutan y controlan. Naturalmente, algunos tienen temor y otros se rebelan ante tal revelación. Sin embargo, es tiempo de entregar el espíritu, el aliento, el aire que les queda (nos queda), y abandonarnos en las manos del Señor para que sea él quien haga de y con nosotros lo que él se ha propuesto. En algunos casos, quizá, como en el de Jesús en la cruz, ello implique que se acepte que se ha llegado al final del camino. Como la Nicolina, una mujer a quien tuve el honor de pastorear. En la camilla de la sala de urgencias del hospital al que la llevaron me dijo: Pastor, me muero. Le recomendé entonces: Nicolina, si se ha llegado el momento, deje de luchar y entréguese al Señor. De veras, dijo. Reposó la cabeza sobre la camilla y así, en paz, el Señor la llevó a su presencia.

En otros casos, quizá los más, entregar el espíritu significa entregar el control de nuestra vida, renunciar a lo que controlamos, o creemos hacerlo (nuestra salud, nuestra provisión, la felicidad de los nuestros, etc.), y reposar en el Señor. Creo que es esta la expresión mayor y más sublime de nuestra fe. La que no solo cree que Dios puede hacer cosas para nosotros, sino la que cree también que él puede hacer grandes cosas con y en nosotros. Es la fa que anima nuestro salir de casa y dejar a la parentela para ir al encuentro de su bendición. Es la fe que se cristaliza en el entrar en el reposo del Señor y habitar confiados bajo la sombra del Omnipotente.

Cuando el piloto no entiende lo que la avioneta le está diciendo corre el riesgo de estrellarse en la tierra que ha sido llamado a abandonar. No permitamos que esta tierra, con todo lo que tiene y representa, nos impida entrar en la profundidad del amor y el consuelo de nuestro Dios. Recordemos que él, cuando todo se nos ha quitado, nos prepara un banquete delante de nuestros enemigos y nos ha preparado lugar del que nunca más tendremos que separarnos, el lugar de su presencia amorosa e infinita.

Estando en la cruz nuestro Señor Jesucristo supo que había llegado el momento de jalar la palanca. ¿Cómo lo supo? ¿Qué señal tuvo de que era el momento propicio para abandonarse en los brazos del Padre? Estoy seguro que fue el testimonio mismo del Espíritu del Padre lo que hizo que Jesús supiera. El mismo Espíritu de Dios está en nosotros y sigue dando testimonio al nuestro de que somos hijos de Dios y, por lo tanto, podemos saber y entender los tiempos divinos. Te animo a que, como Jesús, te mantengas en comunión con el Padre, así sabrás cuando ha llegado el tiempo de jalar la palanca y podrás disfrutar del reposo del Señor.

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One Comment en “Entregar el Espíritu”

  1. Adriana Says:

    Sabio como siempre Adoniram, gracias por la reflexión que provocas, que como otras veces has dicho, «me incomoda», esperando que ello sea una alabanza para tí, te envío saludos


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