Cuando nos mordemos y devoramos en familia
Gálatas 5.14,15
Hace algunos años, apesadumbrado por los conflictos intrafamiliares y eclesiales que la congregación en la que servía experimentaba, mi hijo Gersom le preguntó a su mamá: ¿En qué hemos fallado como iglesia? A tan dolorosa pregunta podemos agregar dos más igualmente incómodas y dolorosas: ¿cómo es posible que familias cristianas sean acumuladoras de tantos conflictos, rencores y venganzas? La segunda ¿cómo podemos cumplir la tarea recibida como iglesia, como miembros del cuerpo de Cristo, cuando nos mordemos y devoramos unos a otros? Gálatas 5.15
Ser iglesia es un privilegio del que gozamos por pura gracia. No merecemos ni ser salvos ni formar parte del cuerpo de Cristo. Así que tenemos la obligación moral de corresponder a la gracia recibida, honrando nuestra condición de miembros de la iglesia y cumpliendo con la tarea que, como tales, hemos recibido.
Las congregaciones en general, pero de manera más significativa las congregaciones pequeñas como la nuestra, tienen una característica en su conformación a la que debemos prestar especial atención. Se trata del hecho de que están formadas por unidades familiares en las que varios de sus miembros también forman parte del cuerpo de Cristo. Son familia en una doble dimensión, tanto por los lazos consanguíneos que los unen, como por el vínculo espiritual que los une al ser miembros del cuerpo de Cristo, la iglesia.
En no pocos casos, además de ser pareja, los esposos son hermanos en la fe. Además de ser padres e hijos, son también hermanos en la fe. Asimismo, las suegras y las nueras, también son hermanas en la fe. Los cuñados, los sobrinos, los tíos, etc., son igualmente hermanos en la fe. Esto significa que la calidad de sus relaciones familiares afecta la salud de la congregación directa y significativamente. La empodera o la debilita, le permite cumplir con su tarea de hacer discípulos y edificar a los miembros del cuerpo de Cristo, o la estorba si no es que termina por impedirla definitivamente.
No siempre tenemos consciencia de esta doble dimensión relacional entre quienes forman parte de familias consanguíneas y al mismo tiempo son iglesia. En consecuencia, ante los problemas familiares, consciente e inconscientemente caemos en la normalización de los mismos, lo que nos lleva al desarrollo de resiliencias tóxicas y al cultivo de la apariencia. Nos ocupamos más de parecer familias y congregaciones sanas que en sanar nuestras relaciones para así ser quienes hemos sido llamados a ser al estar en Cristo.
No prestamos atención al cómo repercute en la salud de la iglesia la calidad de nuestras relaciones familiares. No vemos en el esposo, la esposa, los hijos, los padres, los hermanos, etc., a quienes, como nosotros, también son miembros del cuerpo de Cristo.
No tomar en cuenta esta doble dimensión de nuestras relaciones nucleares, las que incluyen y mezclan lo consanguíneo con lo espiritual, nos coloca en un riesgo tal que puede llevar a nuestra destrucción, tanto familiar como espiritual. Es que lo espiritual y lo familiar son interdependientes y se afectan mutuamente, para bien y para mal.
Resulta sencillo caer en el engaño de que lo que sucede en casa no afecta ni el cómo de nuestra relación con Dios ni nuestra manera y efectividad como iglesia. A Ana Delia le ha impresionado el reclamo que Dios hace a su pueblo, cuando este ofrece lo que podemos llamar un doble culto. Roba, mata, comete adulterio, miente y quema incienso a Baal, y luego, dice Dios, viene y se presenta delante de mí en mi templo a repetir: ¡Estamos a salvo!, solo para irse a cometer nuevamente todas las mismas maldades. Jeremías 7
Desafortunadamente sucede que, al considerar la familia y el cultivo de la espiritualidad como dos cosas distintas, pertenecientes a esferas diferentes, caemos en la creencia de que lo que pasa en la familia no afecta nuestra relación con Dios. Por eso podemos quemar incienso a Baal, en la familia y unirnos en la alabanza cuando nos congregamos como iglesia.
Cuando nos dejamos llevar por nuestras pasiones, resentimientos y reclamos, estamos sirviendo a Satanás, ofreciendo culto en lugares altos. Estamos atentando contra el cuerpo de Cristo cuando a quienes hacemos blanco de nuestra animadversión familiar son también nuestros hermanos en la fe. No sólo atentamos contra nuestra familia consanguínea, también atacamos y herimos a la esposa del Cordero, a la iglesia que es el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo.
Todas las relaciones humanas, incluyendo a las familiares (y quizá más estas que ninguna otra), son generadoras de conflictos. Siempre hay quién lastima y quien resulta lastimado. En toda familia hay miembros que resultan compañeros difíciles del caminar diario. ¿Qué hacer con ellos, cómo relacionarnos con quienes se han comportado de manera indigna? ¿Es posible superar las situaciones de conflicto y aportar así nuestra fidelidad y honra a Dios en tanto somos iglesia?
Antes he dicho que al no tomar consciencia de la trascendencia que adquieren los conflictos familias y las repercusiones de los mismos tendemos hacer tres cosas: los normalizamos, desarrollamos una resiliencia tóxica y construir una cultura de la apariencia. Veamos brevemente cada una de estas cuestiones para prevenirlas o evitarlas si ya hemos caído en ellas.
Normalizar los conflictos familiares no es otra cosa sino aceptarlos como parte connatural a nuestras relaciones de familia. De tan comunes los aceptamos como propios. Esto incluye los abusos intrafamiliares, el relegamiento de alguno de los familiares, el maltrato -evidente o sutil (como la aplicación de la ley del hielo), la dependencia y sobreprotección de alguno de los miembros de la familia en detrimento de otros o de la familia toda, etc. Como lo hemos vivido tanto tiempo terminamos por aceptar que así son las cosas en la familia. Esto resulta tan riesgoso como el acostumbrarnos a alguna infección en nuestro cuerpo. Terminará dañando no sólo a la parte afectada sino a nuestra salud en general.
Este acostumbrarnos es a lo que llamamos el desarrollo de una resiliencia tóxica. El diccionario define la resiliencia como la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. Es decir, las familias que normalizan sus situaciones de tensión y conflictos, terminan por adaptarse y a desarrollar lo que podemos llamar conductas compensatorias ante las situaciones tóxicas vividas.
La mujer golpeada, aprende a maquillarse. Los hijos abusados, aprenden a guardar silencio. Los ancianos maltratados, aprenden a justificar el maltrato recibido. Los que tienen que resolver las necesidades (económicas, relacionales, laborales, etc.), aprenden a hacerlo, renegando, pero callándose para no crear problemas.
Y, entonces, consciente e inconscientemente aprendemos a aparentar. Primero, aparentamos ante nosotros mismos, nos convencemos de que todo está bien, que lo que nos inquieta son meras imaginaciones nuestras. Guardamos las apariencias al interior de la familia. Decimos cosas tales como: si mi hijo, a veces no se controla, pero recuerda que debes respetar y obedecer a tu papá. Así las cosas, terminamos construyendo una fachada pública para nuestra familia. Aparentamos para parecer otros diferentes lo que en realidad somos. Así, pretendemos, evitamos la crítica, la incomprensión y las malas actitudes de los demás.
Hay muchos que creen que mientras las apariencias funcionen, las cosas van bien. Sin embargo, en nuestro pasaje, Pablo advierte sobre la consecuencia ineludible de los conflictos familiares no resueltos. En efecto, al respecto, el Apóstol concluye: ¡tengan cuidado! Corren el riesgo de destruirse unos a otros.
Hay un lugar común que asegura que familias sanas hacen iglesias sanas. Pero que familias enfermas, enferman a la iglesia. Dado el vínculo del Espíritu que hay entre los miembros de la familia con el resto del cuerpo de Cristo, la iglesia, es de sentido común entender que la exhortación de Pablo también tiene como interés el que el cuerpo de Cristo no sea destruido.
Lo terrible es que, a veces, la destrucción no es del todo evidente, pero esta puede ser detectada en la falta de compromiso en la tarea evangelizadora, en la atmósfera seca de los cultos, en la manifestación de animosidad, resentimiento, distanciamiento, etc. Entre los miembros de la iglesia que son, al mismo tiempo, familiares.
Con su llamada a tener cuidado, el Apóstol, parece estar convencido de que se puede superar tales conflictos y muestra el camino a seguir para lograrlo. Con la ayuda del Señor nos habremos de ocupar de descubrir los recursos que nuestra fe y fidelidad a Cristo, nos proveen para enfrentar tan serio y grave reto. Te animo a que, en oración y con humildad, vayamos a la presencia del Señor y le pidamos que examine nuestros corazones. Que nos muestre si vamos por mal camino, y nos guíe por el camino eterno. Salmos 139.24 RVC
No podemos amar a Dios y seguir mordiendo a quienes nos han hecho daño. Ni podemos esperar a que cambien para amarlos. Somos llamados a amarlos de la misma manera en que hemos sido amados. Dios, dice Pablo, muestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.
Recordando la pregunta de mi hijo Gersom, propongo a ustedes que fallamos como iglesia cuando no nos ocupamos de vivir en armonía unos con otros. Romanos 12. 16 Cuando ignoramos el llamado a no fingir amar a los demás, sino a amarlos de verdad. Romanos 12.9 NTV Cuando no nos esforzamos en hacer todo lo posible por vivir en paz con todos.
Como hemos señalado, el problema con el cultivo de la apariencia es que engaña no solo a los otros, sino al que la cultiva. Como quien se maquilla y cuando se ve al espejo sin maquillaje se sorprende pensando que ella, o él, no es así. Lo que está en el corazón no permanece oculto, ni siempre ni a todos. Siempre se muestra. De aquí que debamos tener el cuidado de que en nuestro corazón abunden el amor, el perdón y la búsqueda del bien a favor del otro.
Cuando esto es así, la gracia divina viene a nosotros para fortalecernos, sustentarnos y guiarnos al enfrentar el daño provocado por quienes nos lastiman tanto. En nuestros conflictos familiares, también Jesús es suficiente. Suficiente para que permanezcamos firmes, suficiente para que amemos a los que nos lastiman. Suficiente para que vivíamos de acuerdo con el llamamiento que hemos recibido.
A esto los animo, a esto los convoco.
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