El propósito de la vida es Dios

Colosenses 3.16 y 17; Juan 15.1 y 2

Hemos dicho que nuestro primer pensamiento gobernante consiste en asumir que hemos sido llamados a santidad. Desde luego, santidad es sinónimo de pureza moral. Sin embargo, propongo a ustedes que esta resulta irrelevante y hasta estéril cuando desconocemos que santidad es, ante todo, consagración. Esta significa, como hemos dicho, esa disposición a entregar el todo de nuestra vida al Señor. Vive consagradamente quien vive su vida con propósito, quien está lleno del propósito de hacer todo para el Señor. Colosenses 3.17

A quienes les resulta agresiva la idea de vivir para Dios, conviene recordarles que la Biblia dice que todo lo que tenemos: la vida misma, los recursos, las capacidades, los medios, etc., proviene de Dios. Santiago 1.16 y 17 Pablo nos recuerda que los recursos de que gozamos los recibimos como dones y que estos responden a dos razones: el amor del Señor que explica que recibamos aquello que no merecemos, y el interés del Señor de bendecir a otros al través de nuestra ministración. 1 Corintios 12. ; 1 Pedro 4.10

La Biblia nos enseña, también, que, aunque Dios ha delegado en nosotros la administración de tales dones, él sigue siendo el Señor, dueño, de los mismos. Por ello es por lo que el Señor participa activamente en nuestro quehacer cotidiano. Lo hace, podando cuando lo que hacemos lo hacemos en conformidad con su propósito. Esta poda consiste en el hecho de que él quita aquello que puede estorbarnos, facilitando la realización de nuestra tarea, capacitándonos y empoderándonos, abriendo espacios de oportunidad cada vez más significativos y poderosos.

Pero, también, participa cortando las ramas que no dan fruto. Esto no significa literalmente que él nos separe de su Cuerpo, la Iglesia, sino que nos quita la autoridad, el poder para hacer, con los dones y las oportunidades que los mismos representan para entregárselos a otros que sí cumplan el propósito divino. Juan 15.1 y 2; Mateo 21.43

Esto explica, en no pocos casos, nuestro fracaso en tantas áreas de nuestra vida. Explica, por ejemplo, no pocas crisis matrimoniales, familias disfuncionales, chascos laborales, pérdidas económicas, etc. Al no administrar correctamente los dones recibidos, al no consagrarlos al Señor, perdemos la autoridad, el poder hacer lo que es propio con ellos y terminamos en una constante de pérdida y de frustración.

La razón por la que nos resistimos a asumir nuestra condición de administradores y, por lo tanto, el compromiso de vivir cuidadosamente para el Señor es que creemos que vivir así nos limita, que coarta nuestra libertad y nos aleja de la plenitud o realización personal. Nada más falso, los dones nos empoderan. Vivir con propósito, una vida con propósito nos empodera, nunca nos limita y, menos aún, nos despoja de aquello que nos es propio.

Por el contrario, el llamado bíblico es a vivir la vida plena, la dádiva que Jesús nos ha traído es la vida abundante. Y este término no se refiere sólo a aquellas cosas que clasificamos como espirituales, sino al todo de la vida. Creo que Eclesiastés nos sirve para fundamentar esta afirmación cuando nos invita a hacer todo aquello que esté en nuestra mano hacerlo. Eclesiastés 9.7-10

Ese todo aquello se refiere a las diferentes esferas de nuestra vida. Tiene que ver con las relaciones afectivas, con la vocación y ocupación a la que nos dedicaremos en la vida, con el lugar en que vivimos, con los bienes que deseamos y adquirimos. En Cristo, somos libres para elegir, tenemos la capacidad para discernir qué es lo que mejor conviene y tomar las decisiones correspondientes.

La única condición es que todo lo que hagamos o digamos, lo hagamos en el nombre del Señor Jesús y dando gracias al Padre por medio de él. Colosenses 3.17 Es decir, que lo consagremos, que lo hagamos sagrado, dedicado para Dios y limpio en todo, para así honrar y agradecer a Dios por los dones recibidos. Sagrado es aquello digno del máximo respeto por su carácter divino o por estar relacionado con la divinidad. El vivir la vida consagradamente, da sentido (razón de ser), y dirección a la misma.

Quien vive consagrado a Dios encuentra una razón inamovible para vivir, Dios mismo. Vive para Dios. Ello le permite superar las dificultades, las incongruencias de los demás, los pesares de la vida. Quien hace todo para el Señor, del Señor recibirá la recompensa esperada. Colosenses 3.23 Es en el Señor que descubre el qué y cómo hacer lo que es propio, recibe la fortaleza y el poder para lograr sus metas, además de que goza de la protección y el cuidado divinos.

Quien vive para el Señor, sabe qué es lo que conviene hacer y puede hacerlo. Esta es una ventaja sumamente valiosa. Al vivir para Dios habiendo nacido de nuevo en y por el bautismo, tenemos la mente de Cristo. 1 Corintios 2.16 Es decir, podemos pensar desde la perspectiva de Cristo. Esto nos permite distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo que conviene y lo que no conviene. Así, en las elecciones torales de la vida, nos resulta más fácil elegir por cuanto el Espíritu de Dios nos guía y nos muestra qué es lo propio de nosotros y qué no lo es.

Al consagrarnos a Dios nos volvemos colaboradores de Dios en la tarea que él está realizando en el aquí y ahora, en esta vida, sí, pero que habrá de tener repercusiones en la eternidad. 1 Corintios 3.9 Los compañeros de trabajo saben, se saben uno y otro. Saben qué, cuándo, cómo, con quiénes, sí y no. Además, se apoyan mutuamente, se complementan, se ayudan y se protegen. Están coordinados. Así pueden realizar la tarea que tienen por delante y terminan gozándose mutuamente del triunfo alcanzado.

Quien se consagra lo hace porque teme a Dios. Es decir, lo trata reverentemente, con aprecio y con profundo respeto. Así, quien se consagra a Dios porque le teme, adquiere sabiduría para el todo de la vida. En el temor a Dios, dice la Biblia, se encuentra el principio de juicio, de discernimiento, necesarios para una vida santa. Ello  porque el principio de la sabiduría es el temor de Jehová. Salmo 111.10

Al mirar en retrospectiva e identificar los puntos de inflexión de mi vida que me llevaron al error, a sufrir pérdidas, caídas y fracasos, puedo reconocer una constante en todas ellas: mi falta de consagración y de propósito de santidad en tales momentos. Elegí sin considerar quien soy en Cristo. Fui yo y mi complacencia, la razón que me llevó a decidir hacer lo que hice. Olvida, no pocas veces intencionalmente, que Dios ve los hechos y oye los dichos.

Me temo que, si haces un recuento de tus errores, pérdidas, caídas y fracasos, encontrarás lo mismo que yo he encontrado: falta de consagración y de propósito de santidad. No es que no supiéramos que era malo, no nos importó hacerlo. No es que ignoráramos qué era lo bueno, simplemente no entró en nuestra intención el hacerlo.

Que estemos aquí, volviéndonos al Señor, procurando agradarle, es un indicador de que Dios todavía nos tiene paciencia y que, por lo tanto, nos da la oportunidad para que llevemos fruto. Para que vivamos una vida consagrada y, por lo tanto, una vida plena al servicio suyo y de nuestros semejantes. A esto les invito desde lo más profundo de mi corazón.

Por favor, dejemos de vivir sin el propósito de honrar y servir a Dios en todo lo que decimos y hacemos. Antes de hablar, preguntémonos si lo que vamos a decir se sujeta a la autoridad de Cristo y, por lo tanto, glorifica a Dios. Antes de hacer, consideremos si lo que vamos a hacer nos acerca o nos aleja del propósito para el cual hemos sido llamados. Porque, no debemos olvidar, sea que vivamos o que muramos, somos del Señor. Romanos 14.8

A esto los animo, a esto los convoco.

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