Hacer visible y creíble a Cristo

Juan 17.20,21

La vida cristiana consiste en el vivir el aquí y ahora, el vivir la cotidianidad de la vida, a la luz de la realidad del Reino de Dios. Es decir, el creyente es llamado a vivir su cotidianidad en el orden divino. Este sustenta y define el cómo del ser de la persona, el cómo de su actuar y, sobre todo el cómo de sus relaciones. Hemos dicho ya que la realidad del Reino se expresa básicamente en la santidad del creyente. Entendemos esta como la pureza moral y ética, así como en el asumirnos apartados para Dios procurando vivir de manera diferente a la que nos caracterizó antes de Cristo y de quienes no son de Cristo.

La vida cristiana tiene un para qué. Los cristianos hemos recibido una tarea que da sentido a quienes somos. Nuestra tarea es hacer visible y creíble a nuestro Señor Jesucristo. Al plantearnos esta cuestión, asumimos que ni la santidad, en cuanto pureza, ni la vida consagrada a Dios son un fin en sí mismas. Es decir, no se trata de no practicar el pecado sólo para ser limpios. Ni se trata de hacer las cosas a las que Dios nos llama, sólo por hacerlas. No, el propósito de la vida cristiana no consiste sólo en que seamos diferentes.

Nuestro breve pasaje contiene un par de elementos fundamentales para la comprensión del qué y el para qué de la vida cristiana. Primero, nuestro Señor se refiere a la cualidad que distingue a la vida cristiana: la unidad de los creyentes como cuerpo de Cristo. No se puede tener comunión con Cristo, ni ser su discípulo a menos que se forme parte de su cuerpo, su iglesia.

Quien profesa su fe en Jesucristo y se hace uno con él en el bautismo, es incorporado a la iglesia. Estar en Cristo es, también, estar en la iglesia. Y, estar en la iglesia es estar en Cristo. Ello significa estar unidos a él de la misma manera en la que él está unido al Padre, tal como lo explica nuestro Señor en nuestro pasaje.

Después de expresar su súplica al Padre, nuestro Señor establece el propósito de la clase de vida a la que somos llamados sus discípulos, dice: que el mundo crea que tú me enviaste. Esta declaración de Jesús me emociona e impacta. En Romanos 1.20 NVI, el apóstol Pablo asegura que desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, En nuestro pasaje el Señor revela otro recurso del que Dios se vale para revelarse, hacerse visible y creíble, a los hombres: la unidad de sus discípulos.

Me pregunto si Dios no podía hacer que el mundo creyera sólo con decir la palabra apropiada. O si no podría haber creado señales en el cielo, algo extraordinario, nunca visto. Sé que podría haber lo hecho muchas cosas, pero prefirió hacer de nosotros, discípulos de Cristo, la evidencia de su obra más grande, poderosa e importante: la redención del hombre por medio de Jesús, de Emanuel, Dios con nosotros.

Hemos aprendido erróneamente que la vida cristiana resulta de lo que hacemos o dejamos de hacer. Mientras más hacemos ciertas cosas, cosas buenas, se nos dice, más cristiana resulta nuestra vida. Pero, la Palabra de Dios nos enseña que el quehacer es fruto, es mera consecuencia del ser. Así es que nuestro Señor, pide por sus discípulos no para que hagan, sino para que permanezcan siendo. ¿Siendo qué? podemos preguntarnos, bueno, siendo uno con Dios y con sus hermanos en la fe.

El término utilizado por nuestro Señor Jesús y que se traduce como uno, tiene, entre otros, el sentido de uno en contraste con muchos (apuntando así a la unicidad, la manera única, de ser de los creyentes). Se refiere a la unidad esencial que los creyentes gozan, la koinonía, la unidad del Espíritu. Esta no la construyen los creyentes, la mantienen. La unidad con Dios y la iglesia es un don que se recibe, un carisma que debe ser retribuido de manera especial.

El creyente, los creyentes, respondemos a Dios por el don que nos ha concedido cultivando el amor que los cristianos disfrutamos y lo hacemos en lo cotidiano de sus vidas. Quien tiene conciencia de que está unido a Dios y a la iglesia, se esfuerza porque el todo de su vida exprese y fortalezca la comunión recibida. Ello, porque la sustancia de la relación de Dios con los hombres es la misma sustancia de la relación entre los creyentes: el amor.

Como su Pastor, debo confesar que de manera significativa he caído en el error de enfatizar, convocar y aún reclamar a ustedes el que no hagan –hagamos-, lo que se debe. Me he ocupado, en mucho, en que crezcan en el conocimiento de la palabra del Señor. Pero poco he insistido y promovido en el que cultivemos el amor que nos une. Lo he hecho, cierto, pero ni he abundado en la importancia que el cultivo de la unidad que nos une merece; ni me he ocupado en lo personal del fortalecimiento bilateral de tales lazos de amor.

Por ello, pido a ustedes que me perdonen y que me ayuden, no sólo a amarlos con mayor pasión, sino a enseñarlos, animarlos y caminar con ustedes en el cultivo del amor fraternal.

La razón por la que, como Iglesia de Cristo, resulta de primordial importancia el que abundemos en el amor fraternal es sencilla y va más allá de nosotros mismos. Porque no se trata sólo de que nos amemos más o de mejor manera. En última instancia, la razón del amor fraternal no somos nosotros. Según la enseñanza de nuestro Señor, la razón y propósito del amor de los creyentes, es hacer visible y creíble a Cristo. Que se haga evidente que él es el Mesías, que él es el mismo Dios que habita entre los hombres y que conviene a las personas volverse a él.

De tal suerte, la comunión cristiana que se expresa en lo cotidiano de la vida encierra un misterio salvífico. Primero, porque estamos unidos porque somos salvos en Cristo. Además, la unidad de los creyentes, al ser fruto de la unidad de Dios con ellos, se convierte en una fuerza poderosa que transforma no sólo a los que ya creen, sino a quienes permanecen incrédulos respecto de Dios, de su amor y de su propósito.

Es indispensable el que quienes nos presumimos cristianos, discípulos de Cristo, recuperemos el sentido de misión que es propio de nuestro estar en Cristo. Desde niño he visto como muchas personas coleccionan llaveros, prendedores, collares, etc., que contienen una semilla de mostaza. Siempre me ha parecido una contradicción aberrante el que se pretenda que tal semilla es un símbolo de la fe que profesan, cuando la misma permanece atrapada en un contenedor que impide su germinación y multiplicación.

Cuando no nos ocupamos intencionada y sistemáticamente de la tarea de compartir a Cristo con los no creyentes, nos negamos a su propósito e invalidamos el valor y el poder del amor que nos une. De igual manera, cuando anunciamos a Cristo, pero no nos hemos ocupado de cultivar la comunión que nos une a Dios a nuestros hermanos, nuestra tarea resulta estéril.

Quiero animarlos, pues, a que estemos dispuestos a recorrer el todavía virgen sendero del amor y la unidad del cuerpo de Cristo. A que nos ocupemos de mantenernos unidos en lo cotidiano de la vida. Para ello se requiere que estemos dispuestos a mostrarnos vulnerables unos con otros, compartiendo nuestra cotidianidad y haciendo nuestras las alegrías y los motivos de llanto mutuos.

Se requiere, también, que salgamos de nosotros mismos y vayamos al encuentro del otro. A que tomemos la iniciativa dinámica de involucrarnos y ser involucrados en el día a día de nuestras vidas. Y, desde luego, se requiere que fortalezcamos la conciencia de que los lazos que nos unen como creyentes son más fuertes y trascendentes que cualquier otra clase de lazos relacionales en los que participamos.

Estoy seguro de que al cultivar con interés y entusiasmo la comunión que nos une, descubriremos y confirmaremos el gozo que resulta de estar unidos a Dios en Jesucristo. Así, gozosos en el Señor, nos animaremos y motivaremos a compartir lo que de Dios tenemos con aquellos que tanto lo necesitan. Al desbordar del gozo que el Espíritu Santo produce en nosotros, tendremos lo suficiente para dar y compartir a unos y otros.

En el cultivo de la unidad que hemos recibido, encontraremos el poder para testificar y descubriremos como nuestra unidad se convierte en un argumento irrebatible a favor de la realidad de Dios en Jesucristo. Es decir, seremos testimonio viviente del amor y la intención salvífica con los que Dios se relaciona con los hombres.

A esto los animo, a esto los convoco.

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