El canto de un hombre en conflicto
El Salmo 51 hace evidente que David era un hombre en conflicto. Vivía una realidad que era ajena a su ser. Lo que hacía cuando pecaba no correspondía con lo que David sabía que era. Él era un hombre temeroso de Dios que había pecado. Era un hombre sensible y deseoso de agradar al Señor; al mismo tiempo, el mismo que actuaba egoístamente, lastimaba a otros y terminaba ofendiendo a aquel a quien deseaba agradar.
El conflicto de David era provocado por el hecho de que lo que hacía mal, por más que abundara en ello, no lo hacía otra persona, no lo cambiaba. La abundancia de su pecado, lo frecuente de sus faltas, no lograban transformarlo en una persona diferente. No lograban quitar su temor de Dios, ni acallaban el llamado de su corazón para buscar el rostro del Señor.
Muchos de nosotros podemos comprender el conflicto de David. Amamos a Dios, sin lugar a duda, pero igual lo ofendemos. Nuestras muchas faltas no logran destruir nuestro amor por lo bueno y nuestro deseo de vivir dignamente.
Nuestro pecado termina afectando lo más preciado para nosotros. Nos aleja de Dios, nos aleja de los que amamos, hace que perdamos el equilibrio propio y, en consecuencia, que nos amemos menos a nosotros mismos, que dejemos de respetarnos. Gracias a David podemos descubrir, no sólo que la nuestra no es una lucha única, sino también el cómo podemos enfrentar y superar tan desgastante conflicto.
Sigamos al salmista en el proceso que le lleva a recuperar su equilibrio personal y su paz interior.
Primero, David comprende bajo el agobio de su culpa que necesita de la misericordia de Dios. La práctica de lo malo es fruto del engaño de la autosuficiencia. Si lo hacemos es porque podemos y, si podemos, entonces lo hacemos. Pero, dado que la práctica del pecado no acalla la voz de nuestra conciencia, ese llamado de Dios a ser como él es, se llega el momento del conflicto. En este, no sólo enfrentamos el horror de nuestros desaciertos.
También tomamos conciencia de que somos incapaces para deshacer el mal que hemos provocado. Para ello, necesitamos de alguien más, necesitamos de Dios. El problema es que, como lo hemos ofendido no podemos buscarlo confiadamente. Para acercarnos a él, necesitamos de su misericordia, es decir, necesitamos que él se incline favorablemente a nosotros y que haga con y por nosotros lo que no está en nuestra mano hacer.
Además, David descubre que la única razón a la que puede apelar para que Dios actúe en su poder es, precisamente, su amor, su compasión. Al descubrir tal hecho, David se vuelve humilde, acepta sus limitaciones y se abre de capa para que Dios pueda hacer en él lo que corresponde. Y lo que corresponde es que Dios purifique, limpie el corazón, que es la fuente de los pensamientos de David.
Todo empieza en nuestra mente, en la manera en que pensamos acerca de nosotros y de los demás. Lo que hacemos sólo sigue a lo que pensamos. Es ahí, en nuestra manera de pensar, donde está el pecado. Donde está la contradicción interna causante de nuestros conflictos. David no le pide a Dios que arregle lo que hizo, le pide que le dé un corazón limpio y que renueve un espíritu fiel dentro de él.
Nosotros, como David, debemos estar al pendiente de lo que pensamos. La facultad de pensar incluye la capacidad de elegir lo que pensamos, de definir los patrones de pensamiento que darán lugar a nuestras acciones. De ahí el deseo de David, la necesidad profunda de que Dios purifique y renueve su espíritu, su mente. Porque, descubre, la manera en que piensa no le funciona, no le conviene, ya que, en lugar de traer vida y gozo, sólo genera muerte y tristeza. Para los otros, sí, pero también para él mismo. Y, es que, en el pecado, no hay razón ni oportunidad para el gozo, no hay alegría del alma.
La mayoría de los pecados de David, como los nuestros, se explican en función de nuestra necesidad del gozo, es decir de la necesidad que tenemos de alegrar nuestro ánimo. Lo que David descubre es que dada su relación personal con Dios no puede encontrar gozo en aquello que no corresponde con la santidad del Señor. David descubre, como con frecuencia lo hacemos nosotros, que el pecado no trae gozo, sino que nos despoja del mismo.
Podemos preguntarnos sobre cuál la importancia del gozo. David se anticipa a los teólogos paulinos en la comprensión de que el gozo es, meramente, fruto del Espíritu y, por lo tanto, es la evidencia de la comunión existente entre Dios y el creyente. De ahí la importancia de la súplica de David: devuélveme el gozo de tu salvación y dame anhelo de obedecerte. Salmos 51.12 NBV
Llega el momento en que David se da cuenta de que, en su desobediencia, ha ofendido a Dios. La primera evidencia que tiene de ello no son las acciones realizadas ni las consecuencias de las mismas. El testimonio primero y más poderoso de su desobediencia es su propio abatimiento. David se secó, según cuenta en el Salmo 32. No hay gozo en el pecado, ni hay pecador lleno del gozo del Espíritu de Dios. David descubre que no hay peor cosa en la vida del creyente que servir a Dios sin encontrar gozo en ello.
Por eso es por lo que David, descubre, necesita misericordia, pureza… y gozo. Sólo así sus muros podrán ser restaurados y podrá recuperar la comunión con el Señor. Igual nosotros, necesitamos clamar misericordia, aceptar que nos hemos equivocado al hacer lo malo. Debemos enfrentar el hecho de que la restauración de nosotros mismos, de nuestras relaciones familiares, de nuestra vida toda, necesita de la intervención misericordiosa del Señor.
También debemos estar dispuestos a ser purificados, limpiados en nuestra mente. Sólo una mente pura puede engendrar acciones puras, buenas, acertadas y oportunas. La oración, el estudio de la Palabra, la confesión de nuestras faltas y la aceptación del consejo de nuestros líderes espirituales, abren el camino para que el Espíritu Santo nos purifique y guíe en una vida de santidad y acierto.
Es legítimo, más aún, tenemos el derecho de alegrar nuestro ánimo. No hemos sido creados para vivir en las tinieblas ni para negarnos al gozo. Sin embargo, debemos ser sabios y discernir cuál es la fuente de nuestra alegría. El pecado atrae, siempre promete más de lo que puede dar. La alegría que es fruto del pecado siempre es transitoria y siempre está envenenada. Es tóxica, es decir, puede causar daños graves o la muerte al ser introducida en nuestra alma.
Por ello es que debemos anhelar el gozo del Espíritu Santo. Debemos buscarlo, pedirlo sin descanso. Como el salmista, debemos proponernos gozarnos y alegrarnos en su misericordia. Salmos 31.7 Tener el gozo del Espíritu es tener a Dios mismo, es estar en comunión y armonía perfecta con él. Su gozo en nosotros trae paz, equilibrio y, sobre todo, la posibilidad de vivir una vida fructífera para la honra de Dios y de bendición para muchos otros. Del gozo de Dios nunca tendremos que arrepentirnos, porque el gozo del Señor nunca traerá conflicto a nuestra alma.
A esto los animo, a esto los convoco.
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