Si tu hermano hace algo malo
Mateo 18.15-20 PDT
Sí, a veces los hermanos hacen algo malo. Y con sus pecados nos ofenden, lastiman y dañan. A veces, porque lo que hacen tiene dedicatoria para nosotros. En otras, porque al afectar con su conducta al cuerpo de Cristo, también nosotros resultamos afectados. Pero, no sólo los hermanos hacen algo malo, también nosotros podemos hacerlo y lo hacemos. En ocasiones pecamos directamente en contra de alguno de nuestros hermanos en la fe, en otras, aunque nadie se dé cuenta, con nuestro pecado los estamos dañando.
¿Qué debemos y podemos hacer cuando el pecado se manifiesta entre el cuerpo de Cristo? En nuestro pasaje, nuestro Señor Jesús nos indica los pasos que debemos seguir en tales casos. Te invito a que tengas tu Biblia abierta en Mateo 18.15-20, así podremos caminar juntos en la consideración del mandato de Jesús.
Conviene que empecemos considerando primero los versos dieciocho al veinte. Como puedes ver, en estos, nuestro Señor establece los fundamentos del derecho y la obligación que como creyentes tenemos para enfrentar el pecado entre los cristianos. En los versículos anteriores, nuestro Señor ha establecido los pasos para enfrentar a quien ha pecado, hasta llegar al extremo de su expulsión de la comunión de la iglesia. Es decir, al extremo de desconocerlo como cristiano y miembro del cuerpo de Cristo.
Esta medida extrema, como los primeros pasos conciliatorios, se sustentan en la autoridad que el Señor reconoce a la iglesia en tanto cuerpo suyo. Es decir, la autoridad que como congregación adquieren los creyentes cuando el Señor se encuentra en medio de ellos. (v20) La autoridad de juzgar y disciplinar a los creyentes no es una cuestión individual, sino comunitaria. Puede empezar en el terreno bilateral, siendo una cuestión entre quien peca y quien le reconviene, pero se da siempre en el contexto comunitario, congregacional.
Nuestro Señor declara que a la iglesia se le ha dado la autoridad de prohibir y permitir en la tierra y que esta autoridad está respaldada en el cielo. Insiste en que los acuerdos que tomen serán respaldados por el Padre. Y, concluye, porque donde se reúnen dos o tres en mi nombre, yo estoy allí con ellos.
De esta manera el Señor revela que la comunión entre los creyentes es una cuestión no sólo horizontal, no sólo entre ellos, sino que le involucra a él mismo. No podemos ser iglesia a menos que Cristo more en nosotros y entre nosotros. Así, lo que tiene que ver con la dinámica congregacional, aquí en la tierra, trasciende al grado de convertirse en un asunto divino. Favorece o pone en riesgo todo lo que Dios ha hecho, hace y hará en, con y por su iglesia.
Resulta obvia la importancia que Dios da a la aparición del pecado entre los miembros de la iglesia. Es ante la necesidad de confrontarlo que el Señor otorga tal autoridad a los suyos. Tal es la importancia destructiva del pecado en la iglesia, que Dios toma la decisión radical de autorizar a su iglesia para que lo confronte y aún lo extirpe antes de que pueda causar un mayor daño entre los creyentes.
A tal privilegio, el de la autoridad recibida para corregir a los que pecan, le acompaña una responsabilidad demandada. Generalmente, y dada la traducción que Reina-Valera hace del verso 15: Por tanto, si tu hermano peca contra ti… asumimos el reclamo a nuestro hermano como un derecho nuestro ante el daño recibido. Sin embargo, los manuscritos más antiguos de tal pasaje no incluyen la expresión contra ti. En consecuencia, no estamos ante un derecho, sino ante una obligación. Misma que deriva de nuestra responsabilidad de velar por la santidad de la iglesia.
Al respecto, el Apóstol Pablo exhorta a los gálatas, diciendo: Amados hermanos, si otro creyente está dominado por algún pecado, ustedes, que son espirituales, deberían ayudarlo a volver al camino recto con ternura y humildad. Gálatas 6.1 NTV Pablo, como Jesús, responsabiliza a la iglesia para que vele por su propia santidad y consagración a Dios. Los creyentes somos llamados a ser sensibles, celosos y responsables, para confrontar a quien de entre nosotros esté pecando. La única condición que se reclama de nosotros es que lo hagamos con ternura y humildad.
Vivimos nuestra fe en medio de la cultura del dejar hacer, dejar pasar. Cada vez más se nos presiona para ser políticamente correctos. Manuel Ajenjo dice que una persona que actúa de manera políticamente correcta es aquella que toma en cuenta los valores de todos los grupos humanos y evita cualquier posible discriminación u ofensa hacia ellos por motivos de sexo, preferencias sexuales, ideología política, religión, raza, y un largo etcétera que va desde el modo de vestirse y la predilección gastronómica hasta el amor desproporcionado por los animales.
Los cristianos estamos siendo permeados por tal cultura. Hemos aprendido a creer, respecto del pecado, propio y del de los demás, primero: que no es pa´tanto; y segundo: que no es asunto nuestro, pues cada quién es libre de hacer lo que quiera. Sin embargo, el pasaje paralelo de Lucas 17.3, hace una seria advertencia acerca del impacto y del tratamiento del pecado entre los creyentes. En este pasaje, Jesús advierte acerca de la inminencia del pecado, pero advierte que aquel que con su pecado provoca la tentación en otros, sería mejor que se arrojara al mar con una piedra de molino alrededor del cuello. Y advierte, en consecuencia, si un creyente peca, repréndelo.
Creo que la composición relacional de nuestras iglesias explica el que estemos haciendo nuestra tal perspectiva mundana, ajena al Reino de Dios. En efecto, nuestras congregaciones se componen, cada vez más, por unidades familiares vinculadas entre sí. Mientras más pequeña numéricamente sea la congregación, mayor es la relevancia que adquieren los vínculos consanguíneos existentes entre los miembros que conforman la iglesia.
La cercanía afectiva resultante de tales vínculos consanguíneos provoca acercamientos parciales en el juicio de la condición espiritual de nuestros hermanos en la fe. Particularmente, cuando se trata de nuestros hijos. Animados por nuestro afecto, somos cada vez más permisivos y tolerantes en el juicio de sus conductas. Antes que nuestra lealtad al Señor, misma que debiera llevarnos a un juicio objetivo de su pecado, nuestra lealtad por los hijos creyentes -y muchos otros motivos no siempre sanos-, nos llevan a permitir, tolerar y acompañarlos en su pecado, antes que confrontarlos tal como es nuestro deber y responsabilidad en tanto miembros del cuerpo de Cristo.
La consecuencia inmediata es que el pecado se empodera sobre ellos y los atrapa sutil y firmemente, cada vez más. Pero, también, aunque no siempre estamos conscientes de ello, perdemos autoridad espiritual y la fortaleza para hacer brillar la luz en medio de las tinieblas. Y padecemos tal pérdida no sólo como padres, sino como creyentes y miembros de la iglesia.
Porque el que la iglesia esté siendo permeada por tal actitud permisiva explica la pérdida de autoridad moral y testimonial en tanto luz del mundo y sal de la tierra. Explica el estancamiento congregacional, la incapacidad para alcanzar nuevos creyentes y la ausencia de la presencia y la autoridad del Espíritu Santo, prometidas a la iglesia de Cristo.
Desde luego, nuestra parcialidad y pasividad no sólo está animada por razones filiales. Insensibilidad, temor, vergüenza, incomodidad, etc. Pueden ser muchas las razones que tenemos para que no estemos confrontando el pecado entre nosotros. Pero, no conviene que sigamos actuando como lo hemos hecho hasta ahora.
En nuestro pasaje, nuestro Señor nos exhorta a que, ante el pecado evidente de nuestro hermano, procuremos recuperar a nuestro hermano. El uso que nuestro Señor hace de tal término, recuperar, hace evidente que quien peca, quien se haya en pecado, esta perdido o en el riesgo de perderse definitivamente. Así que confrontar al hermano en pecado no es un acto violento o que busque su mal. Por el contrario, es un acto de amor que nos anima a volverlo a la vida en Cristo. Quien confronta a su hermano en pecado, está haciendo lo que le es posible para que su hermano recupere su comunión con Cristo y con su iglesia.
Ser políticamente correctos en las cuestiones espirituales es un acto de perverso egoísmo. Porque no queremos incomodarnos, tener problemas, estamos dispuestos a dejar que nuestro hermano siga el camino de la perdición eterna. Por eso hoy quiero hacer un llamado al amor y a las buenas obras. Hebreos 10.24,25 Quiero animarlos para que nos propongamos asumir la responsabilidad de la consagración y pureza de nuestra comunidad al Señor.
Primero, a que abundemos en la oración intercesora los unos por los otros. A que pidamos el discernimiento espiritual para conocer, comprender y juzgar correctamente lo que está pasando en nuestra comunidad. En segundo lugar, a que, en un espíritu de ternura y humildad confrontemos a quien, nos damos cuenta, está en pecado. A que lo hagamos resueltamente, es decir, a que actuemos con la prontitud que el riesgo en que se encuentra nuestro hermano y el riesgo en que pone a la estabilidad de nuestra congregación, exigen. No podemos darnos el lujo de permitir que el pecado avance en su propósito destructor.
Y, en tercer lugar, quiero animarlos para que, si nuestro hermano no está dispuesto a reconocer su pecado y convertirse al Señor, demos los pasos que corresponden para que el resto de la congregación asuma su corresponsabilidad en Cristo.
Desde luego, todo ello requiere de nuestra disposición para estar mutuamente sujetos en tanto miembros de la iglesia. La Palabra de Dios nos exhorta a que nos sometamos unos a otros por reverencia a Cristo. Efesios 5.21 Tal disposición es un acto de humildad, pero, sobre todo, de amor mutuo. Como reconocemos el riesgo en que nos encontramos, estamos dispuestos a ser confrontados y disciplinados por nuestros hermanos en la fe. Asumimos la responsabilidad que tenemos de velar por la consagración y pureza de nuestra comunidad. Así como estamos dispuestos a reconocer la autoridad que nuestros hermanos tienen sobre nosotros.
Los cristianos que se aman, se cuidan y se protegen unos a otros. La iglesia que ama al Señor se esfuerza por ser hallada limpia y sin mancha, para honrar lo que Cristo ha hecho y hace por ella. Así, nos esforzamos por ser sensibles y valientes ante la aparición del pecado, el propio y el de nuestros hermanos. Luchamos contra el mismo y nos mantenemos firmes en la batalla por nuestra santidad y la de nuestros hermanos en la fe.
A esto los animo, a esto los convoco.
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