Disciplina que protege

Una introducción

Hebreos 12.11-15 NTV

Los miembros de la iglesia pecan. Y, cuando los cristianos pecan, el deber de la iglesia es señalar su pecado y acompañarlos en su restauración espiritual, protegiendo así a la iglesia del daño que el pecado individual trae sobre todo el cuerpo de Cristo. Aunque hemos sido llamados a vivir en santidad, comunión y armonía, a veces los cristianos nos equivocamos, fallamos y pecamos.

Permítanme hacer de este primer acercamiento al tema una introducción, un marco de referencia, que nos sirva como punto de partida para desarrollar los conceptos aquí contenidos. A quienes lo soliciten, les estaré enviando las notas de esta y las siguientes reflexiones, a fin de que puedan abundar en la consideración de las mismas. Así como para que tengan la oportunidad de identificar, repasar y considerar los pasajes bíblicos que darán sustento a nuestras propuestas.

Nuestras faltas no son sólo una cuestión personal, afectan y lastiman al todo del cuerpo de Cristo, la iglesia. Por lo tanto, se hace necesario proteger la vida de la iglesia a fin de que esta pueda dar testimonio fiel de Cristo, orientando, acompañando y disciplinando a quienes han incurrido en faltas o pecados que afectan el equilibrio y el testimonio del cuerpo de Cristo.

Para comprender mejor el sentido de la disciplina cristiana, permítanme valerme de una sencilla definición de la misma que se encuentra fácilmente en el Internet:

La disciplina de la iglesia es el proceso de corregir el comportamiento pecaminoso entre los miembros de una iglesia local con el propósito de proteger a la iglesia, restaurar al pecador para que camine correctamente con Dios, y renovar el compañerismo entre los miembros de la iglesia. En algunos casos, la disciplina de la iglesia puede proceder hasta la excomunión, que es la separación formal de un individuo de la membresía de la iglesia y la separación informal de ese individuo.

He escogido esta cita para una mejor comprensión del tema. Tal declaración parte del hecho de que es posible que entre los miembros de la iglesia haya quienes realicen algún tipo de comportamiento pecaminoso. La Biblia nos advierte sobre esto con un doble propósito. Primero, para prevenirnos a fin de que tengamos el cuidado de no ser nosotros los que incurramos en el pecado (Gálatas 6.1) Además, para que no nos tome por sorpresa el que alguno de nuestros hermanos en la fe, pequen. Y, en tercer lugar, para orientarnos acerca de lo que conviene hacer con quienes ponen en peligro la salud de la iglesia con su pecado.

Al que peca hay que restaurarlo en la fe para que camine correctamente con Dios. Esto requiere, desde luego, confrontar al quien ha pecado con la realidad de su falta. Al mismo tiempo que se le corrige, con firme caridad, para que se arrepienta y se convierta al Señor. Dado que quien peca rompe su comunión con Dios, al ofenderlo, también atenta en contra de la comunión del cuerpo de Cristo, ya que somos miembros los unos de los otros y lo que cada uno hace en lo individual afecta positiva o negativamente al resto de la iglesia.

Este rompimiento de la comunión es una cuestión de facto, es decir, es un hecho, nos demos cuenta o no del mismo o se haga visible este o no. La comunión es un asunto espiritual que resulta de la armonía del creyente con Cristo y con su iglesia. Cuando, por el pecado, el creyente desafina, se rompe la armonía y se produce un daño al cuerpo de Cristo. A veces, el pecado separa de manera evidente a quienes han fallado del resto de sus hermanos. Esto se evidencia en conflictos, pleitos y enfrentamientos. En otros casos, la separación es más sutil pues no parece tener evidencias externas. (Gálatas 5.15)

No todas las faltas o pecados afectan del mismo modo a la iglesia. Por lo tanto, se requiere atender cada una en cuanto al grado de afectación provocada. De acuerdo con el modelo establecido por nuestro Señor Jesucristo, algunas faltas pueden ser solucionadas en un diálogo caritativo entre las partes afectadas. Otras, sin embargo, pueden exigir aún que quien ha pecado sea expulsado de la comunión de la iglesia.

Aquí conviene considerar dos posiciones extremas ante la realidad del pecado en la iglesia. Por un lado, se encuentran aquellos que aseguran que no debemos juzgarnos unos a los otros. En el otro extremo están los que de manera tajante castigan a quienes han fallado, pues consideran que no merecen compasión ni tiene el derecho a ser restaurados en la fe.

Quienes aseguran que los cristianos no tenemos el derecho a juzgarnos los unos a los otros, citan, fuera de contexto, la exhortación de Jesús cuando dijo: no juzguen a los demás y no serán juzgados. (Mateo 7.1) Sin embargo, dejan de lado que el Señor se refiere al juicio que resulta de nuestros propios prejuicios, cuando previene: El criterio que usen para juzgar al otro es el criterio con el que se les juzgará a ustedes. Y, también dejan de lado que somos llamados a no juzgar sobre cuestiones no esenciales (Romanos 14.15)

Quienes así piensan ignoran la totalidad de la enseñanza bíblica respecto del cuidado de la salud del cuerpo de Cristo, misma que se resume en el llamado que Judas hace para que rescatemos a otros de las llamas del juicio. (Judas 23) Tarea que no puede realizarse a menos que se identifique como mala la conducta que pone en riesgo a quien está pecando. Es decir, no podemos enfrentar el peligro del pecado sin hacer el juicio que nos lleve a identificarlo como tal.

En la ciencia de la comunicación existe un principio que podemos identificar como el del Marco de Referencia. Este principio se refiere al hecho de que cada uno de nosotros tiene su propia manera de ver la vida y que esta cosmovisión particular define sus valores y las cosas que considera buenas o malas. Bien dice aquel dicho que cada cabeza es un mundo. Esto plantea un problema de fondo ¿con qué criterio juzgamos la conducta propia y la de los demás?

El engaño del diablo a Eva consistió en hacerle creer que ella, y en consecuencia todos nosotros, podemos conocer, es decir, decidir, decidir por nosotros mismos qué es lo bueno y qué es lo malo. Sin embargo, nuestra fe es Cristocéntrica, es decir considera a Cristo y su Palabra como el centro mismo, no sólo de nuestra vida, sino del todo de la vida misma.

Cuando nuestro Señor Jesús dijo que él era el camino, la verdad y la vida, subrayó el hecho de que la vida cristiana se vive a la manera de Cristo. Es decir, que tanto los fundamentos de nuestra fe, como el modo en que la misma se expresa en nuestras vidas, ya han sido definidas por el Señor y toca a nosotros el sujetarnos a lo que él ha establecido. En tratándose de la vida de la iglesia, somos llamados a santidad. Es decir, a vivir consagrados a él y a mantenernos limpios, sin pecado, haciendo lo bueno y resistiéndonos a la práctica de cualquier expresión del pecado.

Tal es el marco de referencia común que los cristianos tenemos y al cual nos sujetamos: consagración y pureza. No toca a cada uno decidir en qué consisten ambas, la consagración y la pureza. La Biblia, Palabra de Dios, lo ha definido. Por lo tanto, de nosotros se espera que conozcamos lo que la Biblia dice al respecto y que lo comprendamos. Este es un término muy interesante, la raíz latina de la palabra comprender, comprehendere, significa, literalmente, abrazar. Es decir, no sólo necesitamos saber el qué significa la disciplina, sino entender -por todos sus lados, lo que encarna y su relevancia para nosotros.

En tercer lugar, además de entender y comprender, se requiere de nuestra disposición para someternos, para sujetarnos, a lo que la disciplina cristiana establece como lo propio para nosotros.

Como alguien ha dicho, la vida cristiana es la vida de la iglesia. Nadie puede vivir la vida cristiana aislado de sus hermanos en la fe. Así que testimonio de nuestro ser cristianos es la mutua sujeción, es decir, el estar dispuestos a vivir en función de nuestros hermanos en la fe. Sabiendo, repito, que lo que hacemos en lo individual, aun lo que hacemos cuando nadie nos ve, repercute en la vida y la salud de nuestra congregación, para bien o para mal.

El autor de Hebreos nos anima para que nos esforcemos por vivir en paz con todos y a que procuremos llevar una vida santa, porque, advierte, los que no son santos no verán al Señor. Así que nos exhorta diciendo: cuídense unos a otros, para que ninguno de ustedes deje de recibir la gracia de Dios. Añade: tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos. (Hebreos 12. 14,15) Cuando cuidamos de nosotros mismos, cuidamos de todo el cuerpo de Cristo. Y, cuando cuidamos de la iglesia, estamos cuidando de nosotros mismos.

Esta semana le decía a mi esposa Ana Delia, que me parece que me he metido en camisa de once varas, al invitarlos a considerar el tema de la disciplina cristiana. Hebreos reconoce que es un tema difícil cuando asegura que ninguna disciplina resulta agradable a la hora de recibirla. Al contrario, ¡es dolorosa! Bueno, mis hermanos, quiero invitarles para que corramos el riesgo de ser perfeccionados en el cómo de nuestra vida, conociendo, comprendiendo y sujetándonos a los lineamientos bíblicos de la disciplina cristiana.

Estoy seguro de que será para nuestro bien, en lo individual y en lo congregacional. Durante las próximas semanas iremos analizando en detalle lo que la disciplina cristiana comprende. Sus cómos y sus para qué. Por eso los animo para que, en oración, reflexionemos juntos sobre el tema y pidamos al Señor que él nos dirija, fortalezca y confirme en nuestro propósito de vivir consagrados a él y en santidad que testifique que somos suyos.

A esto los animo, a esto los convoco.

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