La vida y la muerte van de la mano
La vida y la muerte van de la mano, se entrelazan todo el tiempo. Cuando el hálito de vida abandona nuestro cuerpo, la muerte llega y, los que estamos en Cristo, dormimos en el Señor. Cuando llegue el momento glorioso de nuestra resurrección, entonces, la muerte dará paso a la vida. Así en esta era y en la que está por venir, la muerte y la vida se dan la mano.
La muerte, al igual que el nacimiento, es un fenómeno natural inherente a la condición humana, asegura Joaquín Tomás-Sábado. Sin embargo, por diversas y complejas razones la muerte se ha convertido, superficialmente, en una extraña, ajena a la cotidianidad de la vida. Cuando la muerte llega, a quienes están a nuestro lado o a nosotros mismos, no deja de sorprendernos. Pues, no obstante, su inminencia, nos sorprende como si se tratara de algo totalmente ajeno a nuestra vida.
Como he mencionado, la muerte se ha convertido superficialmente, aparentemente, en una realidad extraña a la vida. Hay quienes proponen que tal superficialidad resulta del manejo que la cultura contemporánea hace del tema de la muerte y de los ceremoniales funerarios. La muerte es un tema que se evita, del que es preferible no hablar. Un tema del que generalmente, si es necesario, se habla, pero, siempre, en tercera persona. Se asume que es algo que les pasa a otros, hasta que, desafortunada y sorpresivamente, se convierte en una cuestión personal.
El manejo que nuestra cultura hace de los muertos también contribuye a ese acercamiento superficial. Cada vez más se muere en instituciones hospitalarias y los cuerpos se velan en capillas funerarias, impersonales, en las que nada se relaciona con el difunto y a las que se acude por breves momentos. De esta manera se aleja, o cuando menos se pretende hacerlo, de la cercanía hogareña (física, emocional y afectiva), el impacto de la muerte. Al mismo tiempo que se procura diluir el procesamiento del duelo inmediato, dado que nuestra cultura también promueve el manejo discreto de las emociones en público. No está bien que te vean llorar.
Desde luego, el conflicto que la muerte representa para nuestros contemporáneos resulta de mucho más que cuestiones semánticas y protocolarias. La nuestra es una cultura avocada al éxito, pretenciosa de la capacidad humana para superar cualquier situación o condición negativas y para arreglar cualquier cuestión que no funcione adecuadamente. Literalmente, la nuestra es la cultura del fix it, del arréglalo si se descompone.
Los avances médicos hacen cada vez más difícil el morir, pues, proponen, a veces explícita a veces tramposamente, que siempre es posible hacer algo más para evitar la muerte. Así, vivir para quien está enfermo o para quien se está haciendo viejo, no es otra cosa que resistirse a la muerte. La razón de la vida se convierte en el evitar la muerte. Se asume la dicotomía: vida, éxito; muerte, fracaso.
La paradoja es que para quien vivir es evitar la muerte, muere muchas veces. Como dice Arnoldo Kraus: Algunas personas padecen más de una muerte: la del cuerpo sin vida y la de la vida sin vida. Se da en estas personas una especie disonancia cognitiva pues, aunque saben que la muerte es inevitable, se ocupan de hacer todo lo posible por evitarla.
Resultaría sencillo y simplista adjudicar tal incoherencia a quienes no tienen fe, a aquellos para quienes la muerte es el final de todo. A quienes creen estar convencidos que después de la muerte no hay nada más. Sin embargo, la cultura cristiana contemporánea ha sido permeada por tal suerte de pensamiento, al grado de reconfigurar algunos elementos esenciales de la fe.
Creo que una de las consecuencias colaterales del éxito de la Teología de la Prosperidad y sus variantes, en la cultura cristiana contemporánea tiene que ver con el acercamiento a la muerte como un fracaso que hay que evitar, posponer en todo caso, lo más posible, dado que se asume la aceptación de la muerte como la negación de la fe.
Así, el de la muerte se ha convertido en un tema ajeno al discurso cristiano actual. Baste considerar la cuestión de la himnología contemporánea, en el que el de la muerte, la resurrección, aún la Segunda Venida de Cristo, parecieran ser cuestiones accesorias. Al preparar estas notas consulté un himnario pentecostal, en el que me encontré con dieciocho himnos relacionados con la muerte, la resurrección y la Segunda Venida de Cristo. En ninguno de tales himnos se asume la muerte con un final definitorio ni, mucho menos, como algo que hay que evitar a toda costa. Por el contrario, se asume la muerte como la transición necesaria, y aún deseable, entre la vida presente y la vida eterna.
Si se me permite he de proponer aquí que son dos las cuestiones básicas que explican el actual acercamiento al tema de la muerte entre no pocos sectores cristianos. La primera cuestión: el miedo a la muerte. La muerte es incertidumbre, territorio desconocido que nadie puede caminar por nosotros. A esto se le suma, en los espacios cristianos contemporáneos, la prevalencia de la doctrina de las obras en cuestiones de salvación y comunión con Dios.
Sí, ya sé que predicamos la salvación por gracia. Pero, también sé que, en la práctica, la propuesta salvífica es meritocrática. Desde la obligación del tener más fe, hasta el cumplimiento de reglas y prácticas que se exigen como condición para recibir la salvación y las bendiciones adyacentes a esta. Una forma sutil de tal propuesta es la contenida en el principio de la semilla que se siembra para recibir tal o cual bendición. Porque si la gracia depende del tamaño de la semilla, luego entonces ya no es gracia sino mérito.
¿Quién puede vivir de tal manera que pueda estar seguro de que se ha ganado la vida eterna? Y, si no se ha hecho lo suficiente ¿cómo esperar confiado la resurrección que sigue a la muerte de los que descansan en el Señor?
La segunda cuestión que propongo a ustedes es la ignorancia que resulta de una experiencia religiosa menos holística y personal con Dios. En nuestra cultura cristiana la experiencia religiosa se ha convertido en una cuestión litúrgica y sensoria, más vinculada a las sensaciones y sentimientos. En este nuevo modelo de experiencia religiosa -de religare, reunir-, prescinde del conocimiento bíblico sistemático e inclusivo sobre los temas vitales, tal como el de la muerte.
Así, nos encontramos, por ejemplo, ante una diversidad de opiniones respecto de lo que ocurre una vez que la persona ha muerto. Que si ya está en el cielo, que si ya está sentada junto con Cristo en gloria, que si ya está en el infierno, o qué sé yo. Si acaso se cuenta con referencias bíblicas, estas son, generalmente, descontextualizadas. Ejemplo de ello es la parábola del Rico y Lázaro, misma que se interpreta erróneamente, al grado de que he escuchado aún a ministros considerar la posibilidad de una intercesión por los muertos, a partir de su interpretación de tal parábola.
Si a la ignorancia del contenido bíblico sumamos la confusión que resulta del sincretismo religioso resultante de la movilidad entre diversas congregaciones y corrientes cristianas, la carencia de bases sólidas para enfrentar los temas torales de la vida se vuelve más y más conflictiva.
Reconozco que parecería que me estoy desviando de nuestro tema: Vida y Muerte van de la mano. No hay tal. Primero, porque para acercarnos confiadamente al tema de la muerte debemos hacerlo desde una perspectiva bíblica, partimos de lo que la Biblia dice acerca de lo que la muerte es y lo que sigue a la misma. Desde la perspectiva cristiana, en la que la Biblia es nuestra regla de fe, cualquier cosa que sumemos a la enseñanza bíblica es especulación y fuente de confusión.
En el contexto bíblico, particularmente en el neotestamentario, quien muere, duerme. El alma entra en un estado de inconsciencia y espera. El espíritu, el hálito de vida vuelve a su Creador y el cuerpo se corrompe en la tierra. Eclesiastés 12.7 Pero, el creyente duerme ¿dónde? No sabemos. Pero duerme hasta el momento en que nuestro Señor Jesús venga en gloria. Entonces, asegura Pablo, los muertos en Cristo resucitarán primero. 1 Tesalonicenses 4.16 Quien muere, ni se va al cielo -no hace turismo celestial-. Duerme.
Esto de que los muertos en Cristo resucitarán primero, implica que quienes no están en Cristo, también duermen y también resucitarán, pero su resurrección seguirá a los que descansaron en Cristo y no será para vida, sino para condenación eterna una vez que se realice el Juicio Final.
Sin embargo, la esperanza de la resurrección no debe hacernos olvidar que, para Pablo, la muerte es nuestro enemigo. El último enemigo que será vencido. Si consideramos que el término enemigo se refiere al que se opone, luego entonces, permítaseme proponer aquí que al generar miedo y ansiedad la muerte se convierte en nuestro enemigo porque nos lleva a ignorar, a no tomar en cuenta, la promesa que Jesús representa de la victoria de la vida por sobre el poder de la muerte. Lo desconocido de la muerte se convierte en un obstáculo que nos dificulta el hacer nuestra la realidad de nuestra vida plena en Cristo.
Si la muerte es ese atasco en el que el alma duerme y toda esperanza de vida parece perdida, resulta, entonces, comprensible, el temor que la misma provoca. Temor que lleva a desconfiar de la veracidad de la promesa de vida recibida en Jesucristo y que tiene el poder para hacernos desistir de nuestra fe y propósito de fidelidad. Pero, resulta que la muerte sólo es un atasco, un momento y no la realidad última.
Creo que esto es lo que lleva al salmista a declarar: Dios me librará de la muerte, pues me llevará para estar junto con él. Salmos 49.15 PDT Ese me librará de la muerte, propongo, se refiere al triunfo de la vida sobre la muerte que se hará evidente cuando resucitemos para vida eterna. Porque, si hay algo después de la muerte, de ese atasco que habremos de enfrentar, es vida, la vida eterna en Cristo Jesús.
Antes me he detenido a señalar los peligros de la ignorancia que resulta de una experiencia religiosa menos holística, integral, y personal con Dios. He propuesto que tal ignorancia dificulta el enfrentar la realidad de la muerte y ahora agrego que ello se debe a que quien no tiene un relación holística y personal con Dios, desconoce la realidad y el poder de la vida recibida en Jesucristo. Una relación ritualista, meramente sacramental, de forma más que de contenido, no revela ni confirma la realidad de la vida a la que el creyente ha accedido en Cristo.
Pero, quien vive cotidiana e integralmente en comunión con Dios, vive la realidad de la vida de Cristo y, por lo tanto, comprende lo que significa estar en él. Al respecto William Barclay asegura: Si un hombre ha vivido y muerto en Cristo, aunque muerto se encuentra todavía en Cristo y resucitará en él. Esto significa que entre Jesucristo y el hombre que lo ama hay una relación que no puede ser destruida por nada. Es una relación independiente del tiempo, una relación que sobrepasa la muerte. Porque Jesucristo vivió, murió y resucitó, también el hombre que es uno con Cristo vivirá, morirá y resucitará. Nada en la vida o en la muerte podrá separarlo de Cristo.
Morimos como vivimos. Si nuestra experiencia cotidiana es el cultivo de la comunión con Dios, podemos enfrentar la realidad de la muerte confiados y, quizá hasta anhelantes, porque el deseo del corazón que ama a Dios siempre es tener más de él y de su comunión. Una experiencia vital así es la que explica que haya quienes como Pablo, que consideren que el morir es ganancia, porque la experiencia vivida en la vida presente es la que confirma la convicción de que estar con Cristo, es muchísimo mejor. Filipenses 1.21ss
Termino proponiendo que la única respuesta válida a la pregunta que da razón a este encuentro: ¿Qué nos espera más allá de la muerte?, es: Para quienes estamos en Cristo, nos espera la vida. Porque, si bien la vida y la muerte van de la mano, se entrelazan, al final de los tiempos la muerte precede a la vida.
Explore posts in the same categories: Agentes de Cambio
Deja un comentario